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María de la Cena

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CAPÍTULO LI
Sus más altas ocupaciones en el ministerio de aquel convento fueron: barrer, fregar, coger basura y otros tales ejercicios, para que, decía ella, que se había nacido y aun no era buena para ellos. Andaba en ellos con tanta consideración y espíritu que se le conocía bien podían fiársele otros mayores, y en medio dellos hallaba coro y oratorio, sabiendo que el propio y más bien labrado templo de Dios y el santuario más recóndito es el alma del cristiano, especialmente si ha llegado a aquel estado que una vez haya entrado en él el Sumo Sacerdote, con sangre o con muerte de aquella ''[1]'' vítula o becerra rufa. Ayunaba todas las Cuaresmas a pan y agua, y destas y de otras semejantes abstinencias y rigores vino a enfermar y tener muchos ajes. Lo que le daban y cuanto podía granjear y trabajar con sus manos, que jamás se le vieron caídas ni flojas, todo lo empleaba en la Sacristía y en la fiesta del Santo Sacramento, donde tenía depositados sus amores y como tan enamorada siempre andaba pobre, efeto propio del amor, que todo lo desprecia y todo lo da, hasta que se da a sí mismo el amante. Así le aconteció a esta santa que, cuando no tuvo más que dar, con alegre y seguro corazón dio el alma a su esposo Jesucristo, y Él, en recambio de tan precioso don, le dio el Reino que le tenía prometido. […]
''[1] '' “vítula” viene de ''vitulus'', becerro en latín.

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