María de Ajofrín

De Catálogo de Santas Vivas
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Vida impresa

Ed. Lara Marchante Fuente

Fuente

  • Sigüenza, Fray José de, 1605. “Libro II de la Historia de la Orden de San Jerónimo”, Tercera Parte de la Historia de la Orden de San Jerónimo, dirigida al Rey, Nuestro Señor, Don Felipe III Madrid: Imprenta Real, 465-497.

CAPÍTULO XLIV

[465] La vida de la sierva de Dios María de Ajofrín, religiosa de San Pablo de Toledo

Si no estuviera la vida desta santa, tantos años ha, escrita y predicada por otros, y Nuestro Señor en vida y en muerte no hubiera calificado y, como si dijésemos, sellado su santidad con tantas maravillas, no me atreviera a poner la mano en ella y pasara en silencio casos tan maravillosos, porque, aunque no soy de los muy incrédulos ni de aquellos que se ríen de todas estas visiones y revelaciones, especialmente en mujeres, que por su flaqueza están tan sujetas a recebir engaños, no soy tampoco de los que lo creen todo y se les antoja milagro cualquier cosilla.

Estos extremos, sin duda, son dañosos y aun peligrosos, y no sé cuál más, porque el uno parece temerario y poco pío, y el otro da ocasión con su facilidad que pierda el crédito y reverencia aun lo más verdadero y calificado. Confieso que en aquellos primeros tiempos de la Iglesia, y en aquellas primicias del espíritu, se halla poco o nada destas cosas, y la santidad y milagros con que Dios confirmaba su fe y la autoridad de sus ministros (estas son las dos principales razones o fines de los milagros) eran muy diferentes en aquella feliz era, y que algunos centenares de años después, cuando florecieron tantos mártires y, tras ellos, tantos y tan ilustres confesores, y Dios tenía poblados los desiertos de tan admirables hombres, tampoco se hallaba nada desto, y si se ha escrito algo (no faltaron entonces algunos hombres varones que sembraron muchas niñerías) tuvo siempre poco crédito.

De doscientos años poco más a esta parte, ha habido algunas mujeres santas con quien parece que [466] Nuestro Señor ha querido (digámoslo ansí, aunque con miedo y reverencia) mudar estilo, facilitarse tanto con ellas y allanar el trato de suerte que no haya sino encoger los hombros y dejar el juicio y determinación dello a la Iglesia que, como a su esposa querida, no le encubre los secretos de su pecho. Junto con esto (que también aprieta mucho), parece que ha querido hacer excepción de la regla de su Apóstol, que no permite que las mujeres enseñen en la iglesia, y ha permitido (como algunos dicen) que dejen estas santas muchas epístolas y libros grandes de revelaciones y doctrinas para enseñamiento de los fieles, cosa que en ninguna de aquellas sanísimas hembras que florecieron de mil años arriba, nunca la vimos ni tenemos, sino es de alguna cosa de ingenio, que ya saben los que algo han leído que son. Todas estas razones hemos de tragar y atravesar por todo con sumisión de la regla que he dicho, y decir que no se ha abreviado la mano del Señor.

Esto he dicho antes de entrar en la vida desta santa, que sin duda me hace gran admiración. Diré con la mayor fidelidad que pudiere lo que ya otros han publicado, y lo que en un cuaderno antiguo de mano he hallado, que en sustancia todo es uno. El original de todo, o la mayor parte, fue el padre fray Juan de Corrales, religioso desta Orden, profeso y prior de la Sisla de Toledo, hombre docto y gran fraile, y que confesó a esta santa casi todo el tiempo en que Nuestro Señor la hacía las mercedes que diremos; y ansí dice en la última cláusula del Prólogo que hizo en la relación de su vida desta suerte: “Yo, el muy indigno siervo de los siervos de Dios, fray Juan de Corrales, prior de la Sisla de Toledo, recontaré a honra y gloria del soberano Rey Dios, Nuestro Señor, las maravillas y secretos que por mis ojos vi, y por mis manos traté, y oí a personas dignas de fe y de gran memoria, las cuales Nuestro Señor quiso poner y demostrar en una pobrecilla sierva suya, llamada María de Ajofrín, virgen y santa, en el Monasterio y Casa de doña María García, en la ciudad de Toledo”. Ajofrín es una villa junto a Toledo; vivía allí un varón honrado, llamado Pero Martín Maestro, con su mujer, Marina García, temerosos de Dios, de vida honesta, abundantes de bienes temporales. Entre otros hijos, tuvieron una hija que llamaron María, de gran hermosura en el cuerpo, y tanto mayor en el alma que luego, desde sus primeros años, se le conoció la quería Dios para su esposa. Apenas sabía hablar, ni decir las cosas por su nombre, ya sabía rezar y poner las manos delante de las imagines, y hacer otras santas niñerías, regalo entonces singular de sus devotos padres, que se regocijaban en las almas, viendo los tempranos y santos ensayos de aquel angélico.

Como fue creciendo, comenzaron muchos a amarla y desearla, y ansí se levantaba muchas veces plática, entre sus padres y otros del pueblo, de su casamiento. Como la santa estaba prevenida de otro más divino amante y tenía puesto en su voluntad, entendiendo los rumores y tratos tan anticipados de sus casamientos, con un impulso divino la doncella santa hizo, siendo de trece años, voto de virginidad y de entrar en religión, que ya este principio y acto tan heroico descubre y promete mucho. Tratábanse los casamientos de cada día con más calor; los padres y hermanos la daban prisa, [467] y los parientes, todos la importunaban. Resistió a todos varonilmente, declarando sus votos y sus deseos, cosa que lastimó mucho a sus padres, y sobre esto padeció y sufrió por el amor de tal Esposo, grandes encuentros, palabras y aun obras pesadas, porque todos eran contra ella. Al fin pudo tanto que su padre, aburrido, enojado y lastimado en el alma, importunado della, la sacó de su casa, siendo ya de quince años, vínose a Toledo con ella, sin saber adónde había de parar, ni donde había de sacrificar una hija tan querida. Entró en la iglesia mayor, rezaron allí entrambos.

Rogó ella a su Señor y Esposo la llevase adonde Él fuese servido. Púsole en el corazón que se fuese a la compañía de aquellas religiosas que se llamaban jerónimas, en el Monasterio de doña María García. Díjoselo a su padre, llevola allá, entregola allí y volviose a su casa lleno de tristeza, viendo que dejaba como sepultada la prenda que más en sus entrañas tenía. Puesta la sierva de Dios donde tanto deseaba, no cabía de gozo, viendo el ejercicio de aquellas santas, y procuró imitar todo cuanto excelente de virtud y perfección consideraba en cada una.

Señalose siempre en humildad y obediencia: parecíale que, en comparación con sus hermanas, no merecía besar el suelo donde pisaban. No tenía otro gusto sino cuando se ofrecía ocasión, y ella se las buscaba, de emplearse toda en su servicio. En pudiendo retirarse a algún rincón, allí levantaba el alma y los ojos al Esposo de su alma, y le importunaba con lágrimas y suspiros pusiese en ella sus ojos de misericordia; su deleite y sus regalos eran la oración y meditación. Ansí pasó una vida santísima, callada y humilde de diez años de religión, teniéndola todas, las otras hermanas, en nombre de religiosa perfecta, y que caminaba por un camino muy seguro, aunque con grandes ventajas de otras compañeras, porque en todo este tiempo no se vio en ella cosa digna de reprehensión, sino de grande y conocida virtud, principios legítimos para las mercedes que Dios había de hacerle.

Pasados estos diez años como temerosa de Dios, cuidadosa de su salud, determinose a hacer una confesión general, como si quisiera comenzar una vida nueva (propio de los santos imaginar que cada día comienza), y el Señor, que también quería comenzar a señalarse en el amor que tenía a su sierva, puso en ella tanta compunción y lágrimas, que bastaban a lavar otra alma por grandes manchas que tuviera.

Al punto de entrar en el confesionario, derribose en tierra delante una imagen de nuestra Señora, que tenía su hijo en los brazos, y allí, con grandes ansias y suspiros, suplicó al Señor le perdonase sus pecados, y a la madre, de clemencia, que le alcanzase el perdón de su hijo. Estando ansí orando, con este vivo afecto, vio que súbitamente la imagen se llenó de luz divina, que alumbraba también parte de aquel aposentillo; y en la claridad de la imagen vio cómo el niño, desde los brazos de su madre, levantaba la mano hacia ella, de la forma que el sacerdote la extiende cuando absuelve al penitente. Espantase desto la santa doncella, que es propio de vírgenes prudentes temer visiones extraordinarias. Quitose de allí y fuese a los pies del confesor, no imaginando mas de que podía ser antojo o gran flaqueza. Hizo su confesión lo mejor que pudo. Al salir, tornó a hacer oración a la imagen y súbito tornó [468] a esclarecerse, y el niño, sacerdote eterno, tornó a levantar la mano como en forma de absolución. Y esto puso alegría y consuelo grande en el alma de la sierva de Dios, que entendió, con mucha certidumbre, Nuestro Señor le perdonaba sus pecados. Tuvo esto en secreto mucho tiempo, que jamás lo reveló a nadie, sino solo a su confesor, fray Juan de Corrales, a quien manifestó que, desde aquel día, le quedó en el corazón un movimiento tan grande que le parecía le quería algunas veces saltar del pecho. De allí a pocos días, quedándose sola en el coro una noche, haciendo oración por el estado de la Iglesia con grande afecto y devoción, vio encenderse una llama de fuego grande en la Custodia del Santo Sacramento, y ardió por espacio de una hora poco menos, de que quedó en extremo maravillada.

Había de comulgar el día de la Resurrección del Señor con las otras hermanas, y la noche antes andaba nerviosísima, con aquel deseo de recebir al Esposo, orando y llorando sin enjugar las lágrimas, suplicándole le diese digna disposición para recebir tan alta Majestad, y sentir los frutos de su gloriosa venida. Fue, pues, con las otras hermanas a comulgar, y recebió el Santo Sacramento, a su parecer en forma de un corderito vivo: cuando lo tenía en la boca, se bullía y meneaba. Tragolo con el mayor temor y reverencia que pudo, y sentía luego que se le puso sobre las telas del corazón. Allí, sintió tanta alegría, reposo, dulzura y consuelo que en diez días con sus noches no durmió ni pegó los ojos, destilando dellos continuas lágrimas de alegría. Desde entonces, las veces todas que comulgaba, se trasportaba o enajenaba de los sentidos como se entraba allá, dentro el alma, con todas sus potencias, a hacer estado a la Majestad de su Rey y Esposo, y junto con esto le quedaba un dulzor extraordinario, y de otra quintaesencia en la boca, garganta y corazón, que le duraba un espacio de cuarenta días, que del supremo gusto del alma quería Dios le alcanzasen aún en esta vida tales relieves al cuerpo. Certificaba la santa al prior que si no fuera por evitar la singularidad, no comiera en todo este tiempo, ni a su parecer tenía necesidad dello. Hacésenos a nosotros estas cosas como imposibles porque estamos muy lejos dellas.

El día octavo de la Resurrección, estando orando, vio cómo vino a ella un varón anciano, de aspecto venerable, cubierto de una capa de seda colorada y le dijo: “Ven conmigo, que te envía a llamar la Reina”. Estaba a aquella sazón la Reina, doña Isabel, en Toledo, y como entonces salían estas religiosas de casa, con compañía honesta, entendió que la Reina la enviaba a llamar, y rehusaba de ir a allá. El varón le tornó a decir: “Ven hija, que te llama la Reina del Cielo”. Entonces, se fue con él, y hallose en una iglesia, fuera de la ciudad, donde vio a Nuestra Señora con su hijo en los brazos. Púsose de rodillas, delante della, y aquel hombre anciano que la había llevado llegó y púsole un paño de seda en las manos, y la santa Reina le puso luego a su hijo encima, y mandando a otro hombre, de menos edad, que la acompañase junto con el otro que la había llevado allí, le dijo la Señora del Cielo: “Ve con mi Hijo donde fueren estos dos varones”.

El que llevaba el vestido colorado iba como por guía, delante, como buscando posada. Entraron por la ciudad, y llamaban a las puertas que estaban cerradas, diciendo: [469] “Abrid, que viene el Señor a vuestra casa”, y ninguno quería abrirles. Y si algunos tenían las puertas abiertas, acudían de prisa a cerrarlas, respondiendo unos y otros que pasasen de largo, porque estaban embarazados y no había posada. Anduvieron desta suerte poco menos toda la ciudad, sin hallar donde los acogiesen. Tornáronse por donde habían ido, encontraron en el camino con dos mujeres caballeras en dos asnillos [1], que las acompañaban dos clérigos, y estos les dijeron: “Nosotros os acogiéramos si no fuéramos deprisa, mas en tanto que volvemos, recogeos en ese establo”.

Ansí, se tornaron al templo donde la Virgen estaba, y tornando a recebir a su hijo de la mano de su sierva, le dijo: “Llegado es el tiempo en que es tan menospreciado el Hijo de Dios, y ansí también se ha llegado el tiempo en que Él herirá por su ángel: a unos, con duros azotes, a otros, con espada aguda, y a otros, con fuego. Mas, ¡ay de los perlados de la iglesia, a quien el Señor hizo pastores de su grey, y de las almas que compró tan caras, que traen vestidos de ovejas y corderos y son dentro lobos rabiosos robadores, que no tratan sino de beber la sangre de los súbditos! Procuran con toda su ansia honras y dignidades, no para servir con ellas a Jesucristo, mas para sus gustos y deleites”.

Con esto, le desapareció aquella visión. Tornó la santa en sí y estuvo pensando en lo que había visto, lastimada en el corazón de lo que oyera a la Reina del Cielo. No tardó mucho tiempo el castigo amenazado y merecido. Vino luego una gran carestía de hambre, cerrose el Cielo y no llovió para que se pudiesen coger los frutos. De allí se siguió luego una gran pestilencia. Entró en España aquella enfermedad tan asquerosa y fea de las bubas, que con el tiempo se le ha perdido el miedo, y ansí se vieron el cuchillo, el fuego y el azote que se le reveló a la santa puestos en ejecución, para que se entienda que no fue antojo la visión, pues es esta la verdadera prueba y señal por donde Dios nos manda que las examinemos.

El día de la Ascensión de aquel mismo año, quedándose en el coro, como tenía de costumbre después de Maitines, llevada del afecto y amor de Jesucristo, se llegó a cerca del altar mayor, y allí fue levantada en espíritu y la mostró Nuestro Señor una visión maravillosa:

Pareciole que la habían llevado a un campo espacioso, lleno de verduras y deleites; en medio d’él estaba un claustro grande, de paredes muy altas y de ricas piedras labrado. Vio que tenía cinco puertas como de vidrio o cristal, y en cada una estaba entallada la encarnación de Nuestro Señor, la Salutación del Ángel a la Virgen. Vio luego que salía, por cada una de las puertas, una procesión solemnísima de sacerdotes, vestidos de majestad y gloria, y caminaban a una casa hermosamente labrada, que estaba en aquel mismo campo. Entraron todas las procesiones dentro y se postraron delante del altar, cantando el himno Gloria in excelsis Deo. Acabado, estuvieron todos en gran silencio, y con tanta compostura y reverencia que no se miraban unos a otros. En el altar estaba la Santísima Virgen, con su Hijo en los brazos, y estas no eran figuras pintadas, sino vivas en cuerpo y alma, como si fuera en el mismo Cielo donde reinan. Comenzó la señora Soberana a decir en voz alta y lastimera, mostrando su Hijo al pueblo que allí estaba junto: “Veis aquí, hombres, el fruto [470] de mi vientre, tomadlo y comedlo. En cinco diferentes maneras es cada día crucificado por las manos de los malos sacerdotes: la primera, por mengua de fe; la segunda, por la codicia de los bienes de la tierra; la tercera, por el vicio torpe de la lujuria; la cuarta, por ignorancia, que ni saben lo que a sus ministerios conviene ni los misterios que tratan, ni procuran entender sus obligaciones; y la quinta, por la poca reverencia que tienen a su Dios y mi hijo, después que le han recebido. Ansí le tratan, como si fuese el pan que echan a los perros”. Habiendo dicho esto, llegó un sacerdote que parecía de mayor autoridad y reverencia que los otros, y vistiose para decir la Misa. Cuando llegó al punto de consagrar la Hostia, nuestra Señora le puso en las manos su Hijo, y luego quedó como en forma de Hostia. Levantolo en alto para que lo adorasen todos, y parecía como un rayo de Sol, y poco a poco se fue subiendo al Cielo, hasta que el Padre Celestial lo recebió en su seno, y sonó una voz que decía: “Este es mi hijo muy amado”. Entonces, un sacerdote de los que allí estaban, que había sido capellán de aquella Casa de doña María García, y había fallecido algunos días había, se llegó a ella y le dijo: “Esto que aquí has visto tiene gran misterio, y significa a los que celebran este santo Sacramento de tal suerte que, aunque receben la verdad y la forma del Sacramento, no participan el fruto. Mira que cuentes todo lo que aquí has oído”. Y en estas últimas palabras, desapareció la visión.

Vuelta en sí, la santa comenzó a pensar en lo que había visto, y púsole mucho miedo, pensando no fuese alguna ilusión del enemigo que le había puesto aquello en la imaginación, porque de todo punto se tenía por indigna de cosas tan altas; por otra parte, dentro de sí misma, le parecía que tenía aquello una certeza tan grande que no pudiera el demonio entremeterse en cosa tan admirable. Ni sabía si lo diría o callaría. Al fin, se determinó de no decirlo a nadie sino a su confesor, debajo del sello de aquel Sacramento, pensando que se comprendía en él. El confesor quedó admirado cuando lo oyó, y aunque entendió que aquella visión venía de buenos principios, porque tocaba en lo fino, y declaraba la raíz de la corrupción de las costumbres del pueblo y de las faltas de los que habían de ser espejo de la iglesia, cosas que el demonio no había de procurar se enmendasen, con todo eso, mostró no hacer caso dello y la reprendió, diciendo que eran burlerías, antojos y fantasías de cabezas flacas de mujeres, quedando a la mira y ver en qué paraba el caso. Estas fueron las primeras cosas que pasaron por esta santa Virgen, que las refieren otros cortamente, y yo las relato con la fidelidad que las escribió su confesor, fray Juan de Corrales.

CAPÍTULO XLV

[2] Prosíguese la vida de la santa virgen María de Ajofrín, y las cosas admirables que Nuestro Señor obró en ella

El mismo año luego adelante, día que se celebra en Toledo, y agora en toda España, el Vencimiento de la Cruz, quedándose en oración después de Maitines, cuando ya quería romper el alba, estando postrada delante del altar y roba- [471] da en espíritu, le apareció Nuestro Señor, llegose a ella y la mandó levantar; vio que venía cubierto con una alba o sobrepelliz y una estola al cuello, y por las piernas abajo le corría mucha sangre, y díjole ansí: “Como me ves, corriendo sangre, ando por las iglesias desta ciudad, desde esta hora hasta que tañen a la plegaria de a medio día”, y dicho esto, desapareció. Considerando la santa estas cosas, hacía con ardientes suspiros oración a Nuestro Señor por el estado de los sacerdotes, entendiendo cuánto le ofendía el descuido de sus vidas. Entre otras veces, el día de San Agustín, estando rezando en una imagen de Nuestro Señor, que llamamos Verónica (teníala en un libro), se llenó la imagen de una claridad grande, y luego la vio convertida en sangre. Diole esto gran dolor y turbación, no sabiendo qué hacerse, ni qué quería el Señor darle a entender en esto, teniendo siempre algún recelo de si esto era algún engaño del enemigo. Sucediole de aquí que, desde aquel día, jamás pudo comer bocado de carne ni entró hasta que murió cosa della en su estómago, y su manjar fue pasas o alguna otra fruta con el pan.

En fin de Setiembre de aquel año cayó muy enferma: llegó a punto de muerte al parecer de los médicos. Estando ansí, en el extremo de la vida, fue arrebatada en espíritu y quedó como muerta espacio de tres horas. Mandó el médico que le diesen algunos garrotes y le hiciesen mal para volverla de aquel paroxismo. Hiciéronle llagas en los pies, y en las piernas y en otras partes, pretendiendo despertarla o ponerla en acuerdo. En este tiempo fue llevada a aquel claustro donde vio primero salir las procesiones. Caminando para él, le salió el demonio al encuentro y quiso llegarse a ella para que no pasase. Llegó nuestra Señora y reheprendió al enemigo, rempujándole con su mano propia; y tomola luego por la mano y llevola al claustro, donde vio salir otra vez las mismas procesiones, y díjole la Reina del Cielo: “Este es el lugar donde te fue mandado que dijeses lo que habías oído y visto, y ansí otra vez te mando que lo que entonces y agora ves lo digas a tu confesor, y él lo diga a otras personas fieles, al deán y capellán mayor de la iglesia desta ciudad, y ellos lo digan al arzobispo, y se divulgue en toda la la Iglesia, que mi hijo está muy indignado por las injurias y escarnios que le hacen los que indignamente tratan sus misterios y Sacramentos”.

Desaparecida la visión y vuelta en sí, hallose sana. Díjolo todo a su confesor, y como hombre prudente se detuvo, y, aunque no se mostró tan duro ni tan incrédulo como la primera vez, le dijo: “Cuando yo diese entero crédito a esas cosas, ¿cómo lo creerán, (decidme, hermana) esas personas a quien queréis que se diga? Menester es, a mi parecer, alguna seña o alguna manera de certeza, para que ni se rían de vos ni de mí, teniéndonos por livianos”.

Como oyó esto la santa, afligiose mucho y por entonces no le respondió nada, pensando de responderle en una carta y buscar quién se la escribiese. Pasando acaso por un lugar de la casa donde estaba una ventanilla, vio en ella un pliego de papel y tomolo. Metiose en un sotanillo obscuro donde algunas veces ponían leña. Sentose3 allí con harto deseo de hallar quién la escribiese su carta, porque ella no sabía, ni en su vida tomó pluma en la mano. Estando desta suerte, sin saber qué hacerse, vio que súbitamente resplandecía el papel y, sin saber quién ni cómo, [472] sintía que le tomaron la mano y se la meneaban como para escribir; y escribió dos cartas: la una para su confesor, que a esta sazón era el cura o capellán de aquella casa, que se llamaba Juan de Velma4, y la otra para el deán y para el capellán mayor de la iglesia. Escritas las cartas, desapareció la claridad, plegolas y púsoselas en la manga. Fue luego a hacer los oficios y ministerios en que andaba siempre como monja humilde ocupada, barrer, fregar y otras haciendas semejantes. Sacando agua de una tinaja para llenar una caldera, cayósele la una de las cartas dentro y detúvose en el aire antes de llegar al agua. También parecerá esto menudencia y cosa de aire a los censores rígidos, sin acordarse que también fue menudencia que la cuchilla del hacha que se le cayó al discípulo de Eliseo en el agua vino nadando a enastarse en el palo que tenía en la mano el Profeta.

Vino una destas cartas a manos del capellán mayor de Toledo y probó muchas veces la virtud que tenía dentro, porque la puso sobre algunos enfermos harto lastimados y tuvieron luego salud.

Cuando el cura vio las cartas, quedó maravillado, porque sabía muy cierto que la santa en toda su vida había escrito letra, ni tomado péñola en la mano, ni en aquel convento había quien hiciese tal letra, y tras esto leyó cosas en la carta que para él venía de que tenía evidencia, que solo Dios y él la sabían, y ansí estaba espantado y temeroso, entendiendo que habían escrito por modo más que humano. Con todo, no osaba dar parte dello a ninguno, sospechando siempre que le habían de tener por hombre demasiado crédulo y vano.

Determinose por entonces de callar, y respondiole por escrito, que él había recebido las cartas, aunque entendía que no tenía ella intento que se manifestasen ni saliesen a público, y ansí determinaba de guardarlas. La santa se afligió con esta respuesta; viendo la dureza y incredulidad de su confesor, querellose a Nuestro Señor dello.

Vinieron después los dos a hablarse y, aunque ella era como una cordera mansa y humilde, entonces se mostró enojada, y le reprendió duramente, llamándole pertinaz y cabezudo, pues a tan evidentes cosas no asentía. Hízole algunas razones harto perentorias, con que le convencía y mostraba que aquellas cartas habían sido escritas divinalmente. Desde aquel día, rogó la santa a Nuestro Señor que le hiciese merced librarle de aquellos negocios y encomendase su causa a otra persona que tuviese más autoridad y le diesen más crédito: pleito y petición muy ordinaria en los ministros humildes que el Señor ha escogido para remediar cosas graves, como si fuesen ellos los que lo han de hacer, y no la virtud divina que entonces resplandece más, cuando no hay de qué poderse gloriar la carne. Con esta determinación estuvo nueve meses, que, aunque tuvo algunas visiones y revelaciones, no descubrió jamás ninguna. Pasaba con el discurso de su vida humilde adelante, ejercitándose en el servicio de las hermanas, velando en continua oración y lágrimas, rogando a Nuestro Señor se apiadase de los que tan a su costa había redemido, y también rogaba a Nuestro Señor quitase la dureza de su confesor, para que le diese crédito o le diese alguna seña tan cierta que no pudiese dudar.

Guardó la santa la carta que se detuvo en el aire sin llegar al agua, teniendo gana de quedarse con ella, y enviar un traslado. No osaba darla a nadie que la trasladase, y pensó que sería bien [473] trasladarla ella, mal o bien, como pudiese, enseñándose a escribir con tan buena materia. Para esto, se encerró en un aposentillo y llevaba una ollilla con lumbre, para encender allí dentro una candela; en entrando, se encendió la candela por sí misma, sin llegar a las ascuas. Comenzó a probar y querer trasladarla, y sobrevínola un flujo de sangre a las narices que, en mucho rato, no la podía restañar. Púsose la carta en las sienes, pareciéndonle que cuanto más iba, más se iba abriendo la vena, y al punto se le restañó. Ansí se salió de allí, sin probar el traslado de la carta, y hizo Nuestro Señor con ella notables maravillas.

Estaba una niña de una mujer vecina allí muy mala: muriose el día de la Concepción de Nuestra Señora, y la santa, cuando lo supo, condolida de su madre, que la quería mucho, envió que pusiesen aquella carta encima del cuerpo de la niña. Pusiéronla y resucitó después de haber pasado siete horas que era muerta. Otra mujer tenía un pecho abierto y muy lastimado, que se le iba cancerando; pusiéronle en el la carta, y al punto fue sana. Un c1érigo principal de Toledo, a cuyas manos vino después la carta, fue a Santiago de Galicia en romería: llevábala con mucha fe y devoción en su pecho. Pasando cierto brazo de mar, cayó del barco en el agua, mojose cuanto llevaba hasta la camisa. Escapó con la vida y la carta salió enjuta, porque debía de estar escrita al olio de la caridad de Dios.

Ya la santa, entre sus hermanas, era conocida por cosa muy excelente, y con las muchas veces que la habían visto fuera y enajenada de sus sentidos conocían, aunque ella lo disimulaba y encubría, que Nuestro Señor le hacía grandes mercedes, y el discurso de su vida daba buen testimonio de todo. Prevínola Nuestro Señor y diole aviso que el día de Todos Santos quería comunicarle sus secretos y misterios, y hacerla particionera de los dolores de su Pasión. Parece ser esto ansí, porque ella misma le dijo a la priora, que entonces no llamaba más de hermana mayor, que en el punto que acabase de comulgar el día de Todos Santos, e llevase antes que fuese arrobada en espíritu y pusiese en algún aposento de la casa, donde no la viese nadie. Fue el caso que en el punto que recebió el cuerpo de Nuestro Señor, antes de padecer el arrobamiento de lo que allí se le reveló, luego fueron tantos los gemidos y sollozos, y tan fuertes los golpes del corazón que dentro sentía que, que sin duda, fue milagro no espirar en aquel instante. Puso tanta fuerza y estribo tan fuertemente para callar y no dar gritos, diciendo lo que sentía, y aquel fuego y hervor del alma encendió y subió la sangre con tanto calor y ímpetu a la cabeza que vino a reventar por la frente y por las sienes, y se le vio una cuchillada en ella, como si se la cruzaran y abrieran con una navaja. Estuvo ansí muchos días abierta y la vieron muchas personas, y lo que de todo punto excede a cuanto podemos imaginar es que por el resto y cerco del celebro se le cortó el casco de tal suerte que, quedando por defuera sano el pellejo, se sentía la división con los dedos, y lo tentaron diversas personas; la cuchillada que era más visible se estuvo ansí muchos días, sin recebir beneficio ni medicina ninguna. Sintió desto tan extremado dolor que fue milagro no morir y, de hecho, de suyo la llaga y rotura era mortal, sino que el mismo que la heriría la sustentaba, para mostrar en ella la grandeza de sus maravillas.

Después de haber comulgado fue luego robada en espíritu y tan ajena de [474] todos los sentidos que, en cuarenta horas, no sentía cosa criada, aunque las hermanas hicieron demasiadas pruebas en ella, porque, temiendo no se les quedase ansí, porfiaron de tornarla en acuerdo, dándole muchos tormentos en las manos, pies y narices, y hicieron tanta fuerza por abrirle la boca que le quebraron una muela. Estuvo toda la noche de los Finados desta suerte; por tres o cuatro veces dio algunos aquejados gemidos, con notable estremecimiento del cuerpo.

Reveló después a su confesor que el tiempo que estuvo ansí vio cosas espantables que no las puede ni sabe decir la lengua. Vio a Nuestro Señor Jesucristo sentado en un trono de gran majestad y delante d’Él, gran multitud de gentes. En la boca tenía un cuchillo de dos filos muy agudo, y oyó que le decían que aquel cuchillo que el Señor tenía en la boca era la ira contra los malos ministros y pastores de su iglesia. Mandáronle que dijese esto a los varones que le habían señalado y los reprendiese, porque le echaban en olvido y eran negligentes en cumplir lo que se les había mandado, y hacían poco caso de la voz divina; que los amenazase con pena de la sentencia del Cielo, sino lo pusiesen luego por obra; que avisasen también al arzobispo y le dijesen viniese por sí mismo a poner remedio en aquellos cinco pecados de que Nuestro Señor tan gravemente estaba ofendido: falta de fe, codicia de las cosas del mundo, lujurias y sensualidades, ignorancia de las cosas divinas, y poca reverencia en ellas. Maldades y culpas en que cada día era como de nuevo Jesucristo crucificado, y que pusiese eficaz remedio en destruir y extirpar las herejías que en aquella ciudad iban sembrándose, y que no permitiese que se dijese misa en casa de personas seglares, porque había tanto exceso en esto que ya cualquier hombre particular quería que le dijesen misa junto a su cama, cosa de gran escarnio y menosprecio de las cosas sagradas.

“Y para que seas creída, se te dará esta señal del Cielo, que este cuchillo que está en la boca de Dios traspasará a tu corazón, y hará en él una llaga de donde saldrá sangre viva, que será verdadero testimonio a todos, y tú serás participante y como un trasunto en quien se verán las llagas y los tormentos que el Hijo de Dios padeció en su Pasión”.

Acabando de decir esto, se sintió luego herida y con tan gran dolor en el corazón que no se puede explicar, y en él una llaga tan grande que a lo que se veía por de fuera podía caber por la cuchillada la cabeza de un grande dedo pulgar. Mostrase abierta esta llaga veinte días enteros, y los viernes corría sangre en más cantidad que los otros días; y aunque le ponía algunos paños para restañarla no bastaba, porque corría hasta los pies. Viose ser hecha esta herida sobrenaturalmente, porque ni nunca se enconó, ni se mudó la carne circunstante, ni hizo materia, ni mostro género de corrupción alguna, aunque estuvo tantos días abierta, ni se le hizo género de remedio, ni aplicó alguna medicina. La sangre era tan limpia que parecía como de un palomino. Poníanle cantidad de paños, remudándolos; todos quedaban hechos sangre.

Quiso al principio la sierva de Dios esconderla, y hizo las diligencias que pudo, mas fuele dicho que la manifestase a sus superioras, a la patrona, y a la que llamaban hermana mayor. Mostró los paños sangrientos aunque con harta vergüenza; maravilláronse de caso tan [475] extraño. Espantadas ello y de la llaga, enviaron a llamar luego al confesor. Él, como prudente, puso todo el silencio que pudo a todas las hermanas, y recelándose no fuese esto alguna ilusión diabólica o otro fruncimiento humano, procuró informarse de todo el suceso. Vio la llaga, y quedó suspenso y como atónito; fuese a dar parte del caso al deán de Toledo, hombre de letras y prudencia, y al capellán mayor, don Diego de Villaminaya5. Parecioles que no se divulgase el caso hasta que se diese bastante testimonio y se averiguase con la mayor certeza que fuese posible. Acordaron los tres, el deán y el capellán mayor y el cura o capellán, de llevar consigo un notario, persona de confianza, y fueron todos cuatro al monasterio. Hablaron con la hermana mayor, diciendo era menester que certificarse del caso, y que se hiciese aquello de manera que constase con mucha firmeza.

Mandáronla a la santa que se acostase y, cubierta honestamente con una sábana, abrieron por la parte del costado cuanto fue bastante para ver la circunferencia de la llaga y buena parte del pecho. Halláronse presentes estos cuatro varones, y la hermana mayor con la patrona de la casa, y todas seis personas vieron atentamente el costado herido y abierto, y lo tocaron con sus manos, estando la llaga tan viva y tan reciente que salía della sangre purísima, y el propio capellán mayor sacó con sus mismos dedos gran copia de hilas llenas de sangre. Advirtieron que aquella herida no se había podido hacer humanamente. Acordaron que el notario diese testimonio dello. Y porque este se guarda original en el archivo del Convento de la Sisla, de Toledo, me pareció ponerle aquí ad verbum, por ser tan notable el caso. Dice desta manera:

“Decente e cosa convenible es escribir por memoria las buenas obras e vidas de las personas que nos precedieron, porque podamos por los buenos ejemplos de aquellos obrar siempre bien, e nos esforcemos a apartar siempre del mal. Cosa cierta es que si lo precioso no fuese apartado de lo no tal, la concupiscencia local, no bastante de se temperar, sería demergida por curso muy ligero en un oscuro tragamiento. Por tanto, yo, Gracián de Berlanga, capellán de la serenísima Reina doña Isabel, nuestra señora, notario apostólico e arzobispal, afirmo e doy fe, que el año de la Natividad de Nuestro Redemptor e Salvador Jesucristo, de mil cuatrocientos y ochenta y cuatro, en diecinueve de noviembre, casi seis horas después de mediodía, por ruego e instancia de Juan de Biezma, rector de la casa de doña María García, entré en la dicha casa, para que notase lo que viese, y ansí notado lo guardase. Después pasados algunos días, aunque no muchos, quise demostrar lo que había visto al Reverendo, padre prior de la Sisla, fray Juan de Corrales, considerando aquel dicho del Eclesiástico, en el capítulo 41: ‘Que provecho hay en el tesoro escondido, etc.’ El cual dicho señor muchas veces me mandó que aquello que había visto que se lo diese por escrito; mas yo, por entonces, no pude satisfacer a su voluntad por muchos negocios que me cercaban e a ello no me daban lugar; aunque allende de lo tener escrito en el corazón lo tenía en mi protocolo hasta diez días de noviembre del año del Señor de mil cuatrocientos ochenta y seis. Y es, que, el dicho Juan de Biezma me metió en un palacio de la dicha casa, en el cual estaban los reverendos señores don [476] Pedro de Prejano, deán de Toledo, e don Diego de Villaminaya, capellán mayor en el coro de la santa iglesia de Toledo, e dos o tres religiosas de la dicha casa, e viendo en una cama que en aquel palacio estaba una doncella que verdaderamente parecía bulto de ángel, y tenía una llaga en el costado donde Nuestro Señor Jesucristo fue herido tan grande como un real, e no tenía hinchazón y carecía de toda putrefacción: tenía un color muy fino, ansí como grana, e después que todos lo hubimos mirado, a poco de rato habló aquella doncella estas palabras: ‘Dios Nuestro Señor os lo demande si no pusiereis aquello en ejecución’. Y ansí, espantado, me aparté de allí, e me torné a salir; en fe de lo cual lo signé y firmé de mi nombre que fue fecha en Toledo, año, mes, día quibus supra. Gratianus, notarius apostolicus”. 

Cosas son estas ocultas y divinas; yo confieso que no sé qué decirme a ellas, aunque no faltan ejemplos harto parecidos a este en los Profetas del Viejo Testamento a quien Dios de hecho mandó profetizar y decir con sus mismas penas las cosas que quería reprender a su pueblo, y los castigos que por sus culpas quería darles. Mas esto es para otro lugar, que excede los lindes de historiador.

CAPÍTULO XLVI

Padece la sierva de Dios María de Ajofrín mucha parte de los dolores y tormentos que Nuestro Señor sufrió en su Pasión, y otras visiones admirables

Pasados veinte días que bastaron para dar firme testimonio, en que sentía la sierva de Dios intensísimos dolores en el corazón, se cerró la llaga por sí misma, sin haberse puesto en ella ningún género de medicina, quedando allí una señal harto clara y visible de la herida, no en forma de cicatriz, sino como un rubí hermosísimo. No le cesaron por esto los dolores, hasta que después de muchos días Nuestro Señor la sanó del todo.

Estando así en la cama, porque la graveza del dolor no la dejaba fuerzas para levantarse, oyó un día las ruedas de las campanillas que tañían en la iglesia al tiempo que alzaban. Esforzose como pudo para levantarse y ponerse de rodillas delante de una imagen de nuestra Señora que tenía allí pintada en un papel, orando con hervoroso espíritu, y fue tan grande el dolor que sentía en las manos y en los pies, y tanto amortiguamiento de brazos y piernas, que hizo mucho en no dar dolorosos gritos; puesta en esta recia angustia, le pareció que le traspasaban la mano izquierda, y el dolor fue tan penetrante como si le atravesaran un clavo por ella. Puso luego el dedo pulgar en ella, porque las hermanas que allí estaban no le viesen la herida que de hecho Nuestro Señor le mandó dar, disimulándola después con revolverse un paño en la mano, y trajo esta llaga con harto intensos dolores más de cuarenta días, y quedó después la señal. Esta llaga no la mostró a nadie sino a su confesor fray Juan de Corrales, que afirma la vio por sus ojos; y porque Nuestro Señor sucesivamente regalando a su sierva quería sufriese los dolores que Él en su Pasión había sufrido, fuera del dolor gravísimo que siempre sentía en la cabeza desde el rompimiento primero, sintió un día súbitamente un dolor nuevo, tan vivo y tan agudo como si por el contorno della la metieran clavos [477] agudos ardiendo, y saltaron luego por todo el cerco gotas vivas de sangre. Duró esto muchos días, y poníanle las hermanas algunas cosas medicinales para mitigar la fuerza del dolor, aunque no servían de nada, porque heridas del Cielo no se curan con socorros de la Tierra.

Estaba el cuerpo de la tierna y santa doncella con todas estas tan amorosas y santas heridas y con la fuerza de los dolores muy consumida, y con todo eso, queriendo el Esposo Soberano hacerle mayores favores, y que el discurso de sus penas se fuesen retratando en ella, el primero día del año siguiente, que es su santa Circuncisión, le fue dicho que revelase y dijese lo que se le había mandado a las personas que le habían señalado. Respondió la sierva de Dios que ella no podía hacer aquello porque era una criatura vil y desechada, y antes parecía burla y escarnio que testimonio de Dios, y que no lo haría. Acerca deste rehusar y escusarse desta santa, y de otros muchos que en la Santa Escritura hallamos haber hecho esto mismo, se ofrecía una excelente consideración; si las leyes de la historia nos dieran licencia para divertirnos a ella, no faltara ocasión donde decirla.

Luego a la noche, estando en oración fue arrobada en espíritu, y lleváronla delante del tribunal de un juez, que se mostraba con rostro y semblante airado y espantoso. Reprendióla duramente porque no quería obedecer a sus mandamientos, y mandola azotar a un ángel por inobediente; los azotes fueron tantos y tan duros, que le quedó todo el cuerpo magullado; alcanzábanse los unos a los otros, sin haber cosa que no estuviese como molida, aunque por de fuera ni se vían ronchas ni cardenales, porque la mano sutil del ministro desta justicia sabía lastimar lo de dentro, dejando la corteza santa. Este dolor y quebrantamiento le duró poco menos año y medio, callándolo la santa, sufriendo por el amor grande de su Esposo y Señor las heridas y azotes de su mano.

Acertó una vez que tenía la toca mal puesta y la hermana mayor quiso aderezársela; metió la mano por el cuello y las espaldas, hallola tan lastimada y magullada la carne, que, entendiendo ella se había puesto así disciplinándose, la reprendió mucho por hacer aquello con tanto exceso; la sierva de Dios confesó la verdad del caso, de que quedó maravillada, confirmándose ser así, porque sin mostrarse por de fuera señal alguna, tenía todo el cuerpo parejo de la misma suerte magullado, cosa que no se podía hacer con azotes de manos humanas.

Cuando estuvo la primera vez transportada por espacio de cuarenta horas, y recibió la llaga del costado, dijo la sierva de Dios que la llevaron por el purgatorio, donde vio penas y tormentos terribles, que no se pueden explicar con nuestra lengua, donde no se oían sino lloros, gemidos, gritos y alaridos temerosos, y figuras de animales extraños, fieros, espantosos, jamás vistos ni imaginados en la Tierra, y que con sola su vista bastaría a quitar la vida al más valiente. Dijo que vio muchas diferencias y maneras extrañas de gusanos, y estaba todo el suelo tan lleno de1los que apenas había dónde asentar el pie. Entre otros, vio uno del tamaño de una cuarta de vara, y de anchura de tres o cuatro dedos, cubierto de unas conchas de fuego y unas uñas fuertes y agudas; deste gusano preguntó la santa al ángel que la iba guiando qué era, y la respondió que aquel gusano era el que llaman de la concien- [478] cia, que está oyendo el alma del cuitado pecador antes y después que acometa el mal, y después que el hombre muere es lo que más le atormenta, viéndose sin remedio y que estuvo tan en su mano no hacer el mal que la conciencia decía que no hiciese. L1egábase uno de aquellos gusanos, abierta la boca. y quiso morderla en el pie, si no se lo estorbara el ángel, y solo permitió que le tocase en lo bajo del dedo meñique: llegole con una uña y sacole un pedazo de la carne con excesivo dolor.

Pasando más adelante por aquel lugar del purgatorio, vio un c1érigo que aún era vivo, cura de una iglesia a quien ella conocía, en una pena de gran aflicción. Tenía ceñida por el cuerpo una fiera serpiente de dos cabezas: con la una boca le roía el espinazo y con la otra el estómago; y junto d’él, un dragón espantoso, que tenía encima del lomo una esportilla, y en ella un niño que daba grandes gritos, demandando justicia al Señor de la pena que sufría y había de sufrir para siempre de no ver a Dios, por la culpa de aquel c1érigo. Preguntó esta santa al que la guiaba qué era aquello, y respondiole que aquel niño no fue bautizado por culpa de aquel c1érigo, que era su cura, y demanda a Dios justicia de un mal tan irreparable. Espantase mucho la sierva de Dios desto, y hizo oración por él, y sucedió que, estando él diciendo misa de allí a ocho días, en acabando de alzar, fue esta virgen robada en espíritu, y vio que aquel cuitado cura tenía ceñida al cuerpo una serpiente con tres cabezas: una le comía el corazón, la otra la lengua y la otra las espaldas, y el niño daba gritos delante d’él, y decía: “Por su causa no veo a Dios; por ti no recebí el agua del bautismo; por ti me quedé hijo de Adam y no llegué a tan gran bien como ser hijo de Dios, y no alcanzarás jamás perdón de tan grande cargo”.

De allí a poco más de a tres días, esta santa llamó al cura y le dijo todo lo que había visto, de que quedó el pobre hombre tan espantado que perdió el habla por más de media hora. Cuando ella le vio tan derribado, esforzole lo mejor que pudo, animándole a que hiciese penitencia. Él le dijo que se maravillaba mucho cómo había entendido cosas tan secretas, porque junto con aquello le había amonestado se enmendase de otros pecados muy graves en que ofendía mucho a Nuestro Señor. Conociolo él todo, entendiendo que Dios le había revelado a su sierva el estado de su alma. Después descubrió este sacerdote a la santa que, estando otro día diciendo misa, cuando volvió la hoja del canon vio en ella cinco gotas de sangre, y fue caso cierto que él murió de allí a cinco años, día de San Miguel. Rogó ella al Señor con gran afecto por el ánima de aquel clérigo y dos días antes de la fiesta de San Francisco, estando sola la santa, tuvo grande miedo, pareciéndole que estaba junto a ella un bulto grande y no sabía qué era, y el día del mismo santo, antes de amanecer, se le representó muy espantable y le dijo cosas extrañas, que habían pasado entre él y otra persona en secreto. Todo esto parece que eran tristes señales de su salvación y que hubo falta de verdadera penitencia: negocios secretos que se quedan para Dios.

Como el padre fray Juan de Corrales viese tantas y tan claras señales que estas cosas eran divinas y que no podía ya padecerse engaño en ellas, pues se habían hecho tantas pruebas y confirmaciones, y la causa era tan grave y importante, y tan para el servicio de Nuestro Señor, como la enmienda de los vicios, pecados y herejías que en [479] aquella ciudad entonces se sembraban por los judíos y moros, cosas tan dignas de remedio, asegurose no podía ser que el demonio, adversario de Jesucristo, pretendiese por este ni por otro medio, el remedio dellas, pues según la sentencia del Señor no querrá dividir ni destruir su Reino. Ansí determinó de dar larga noticia y relación destos sucesos al arzobispo de Toledo, que a la sazón era el cardenal don Pero González de Mendoza. Díjole todo lo que había entendido hasta aquel punto de palabra, y dejole una relación que había escrito de todo ello. El arzobispo tornó atentamente a leer todo el discurso, y respondiole con esta carta:

“Venerable padre:

Esta noche pasada, a las dos después de medianoche, tomé esta lectura que me dejastes y nunca la partí de mis ojos, hasta que capítulo por capítulo la pasé y leí toda, que en ella no quedó letra que no la leyese, y lo que más me maravilla es que ansí se me pegó al corazón que no dude della cosa alguna. Como quiera que soy tardío en dar crédito a estas revelaciones, y al cabo vi el testimonio del notario y la confirmación de los testigos, varones y mujeres, a quien toda fe debe dar y a cualquiera dellos yo la daría, aunque fuese solo, cuanto más a todos juntos, a los cuales yo conozco, excepto a la hermana mayor, que por tener el cargo que tiene está aprobada de suyo. Conozco bien al notario, que es hombre de bien, y digno de fe.

Maravíllome de tantas visiones en el cuerpo y en el espíritu, y maravíllome mucho más hallarse en mujer tanta dureza, en no querer decir lo que tantas veces vio y sintió, mayormente siéndole mandado por quien todo lo manda y rige, lo cual es señal de su grandísima humildad y del menosprecio que tiene de la gloria mundana. Por lo que a mí me toca, le dad vos padre por mí las gracias, y Dios Nuestro Señor se las dé, y la pena que padece le será en ciento doblada gloria; y si hay alguna cosa que yo pueda hacer por consolación suya, ofrécesela vos de mi parte muy enteramente, y recomendadme a ella, rogándole que me tenga encomendado en su oración, rogando a Nuestro Señor me deje acabar en su servicio y hacer en esta vida su voluntad”.

Recibió la sierva de Dios este recado del arzobispo y escribiole ella una carta; y sucedió que después de habérsela escrito una hermana, y notándola ella, queriéndola enjugar, porque no tenían salvados que echarle, llegáronla demasiado a la lumbre. Quemose parte della, de suerte que era necesario tornarla a escribir; la secretaria, que se llamaba Inés de San Nicolás, se afligió, porque la carta era larga. Díjole María de Ajofrín: “No se aflija hermana, vamos, que otro día se hará”.

Echó la carta en una arquilla que tenía. Volvió la escribana otro día para trasladarla, y al tiempo que la sacaron del arca, la hallaron sana, y la envió con el mismo padre fray Juan de Corrales. Recibió esta carta el Cardenal, aunque no supo lo que con ella había pasado, y respondiole desta manera: “Devota y muy amada hermana:

Con vuestra carta y con lo que el padre prior de la Sisla me dijo, hube gran consolación Nuestro Señor Dios, que os puso en tal estado, os deje acabar en su servicio, y a mí me dé gracia que pueda hacer su voluntad, y poner en obra lo que vos me aconsejáis, y ansí os pido que lo demandéis a Nuestro Señor y a su bienaventurada Madre, y en vuestras oracio- [480] nes, y a vos me encomiendo, y porque al padre prior de la Sisla hablé largo, no digo aquí más, sino que Nuestro Señor os conserve en su gracia”.

Como esta santa se trataba tan mal y hacía tantas penitencias, allende de los dolores que en si sentía de las llagas con que probaba los que el Señor había padecido por ella, caía enferma muchas veces. Estaba una cuaresma mala en la cama y deseaba entrañablemente comulgar. No osaba pedir le trajesen el Cuerpo del Señor, por no parecer singular. Con esto estaba grandemente afligida, y rogaba a Nuestro Señor, con muchas lágrimas, se apiadase della y le diese salud para levantarse a oír misa y comulgar. A la hora del alba vio junto a sí un niño muy hermoso. Turbose la santa y no osaba llegarse hacia él, porque era de tan gran belleza que le ponía admiración, y se le turbó el habla. De allí a un poco, algo más esforzada y vuelta en sí, le preguntó con mucho temor si era señor San Miguel, de quien la santa era muy devota. El niño, con singular donaire y gracia, meneó la cabeza, como diciendo que no, sin hablarle palabra. Tornole a preguntar si era señor San Francisco y sonriose el niño, haciendo también semblante que no era. Preguntole algunas veces, con mucha reverencia, que le dijese su nombre, entonces le respondió: “Yo soy muy poderoso y mi nombre es de grande majestad”, y diciendo esto, llegose a ella, diole paz en el rostro, y púsole la mano en la cabeza y díjole: “Sana eres de tu enfermedad, levántate y irás a misa”. En diciendo esto desapareció, quedando la santa tan llena de alegría y de consuelo en el alma, que le pareció estaba como en gloria. Levantose y hallose sana de la enfermedad que entonces padecía y de un intenso dolor de cabeza, que estas eran enfermedades suyas, porque de los dolores que sentía en pies y manos, y en los otros lugares de las llagas, antes de allí adelante sintió más intenso dolor que nunca, porque la parecía que la lanzaban clavos por ellas, y, desde aquel día, sentía los viernes mayor dolor en todas estas partes, desde la mañana hasta después de vísperas.

El año de ochenta y cinco padeció otra enfermedad grave. Diéronle primero unas recias calenturas, y después en las octavas de la fiesta de nuestro padre San Jerónimo le sobrevino un dolor de costado muy agudo, echando por la boca cantidad de sangre, y ella, sin consejo de médicas, se atrevió a tomar unas píldoras con que llegó a punto de muerte. Y pareciole que se le arrancaba el alma de todos los miembros, y solo hacía asiento en el principio vital, que es en el corazón, donde siempre perseveraba la llaga, aunque por de fuera no había quedado sino la señal. Estando ansí, apareciole una mano que conocía en visión era del arcángel San Miguel, apretándole con ella el corazón y la llaga. Con el esfuerzo que con ella sintió pudo hablar, confesarse y recebir el Santo Sacramento, porque, como no había comido en muchos días y las evacuaciones de cámaras y sangre habían sido tantas, estaba de todo punto consumida.

Rogó a la hermana mayor que la llamasen al padre prior de la Sisla para que la confesase y diese los sacramentos. Era esto sábado. Venida la noche, estaba la santa pensando cómo había de recebir a Nuestro Señor muy alegre, porque entendía que había de partir de este mundo, y encomendaba con mucho hervor al Señor los dos monasterios, el de la Sisla y el [481] de doña María García.

Estando ansí, fue arrebatada en espíritu, y vio al religioso que le había de venir a comulgar que le decía misa, y cuando llegó a las palabras de la consagración, Nuestra Señora, que estaba en el altar, le daba el Niño que tenía en los brazos, y el sacerdote le dividía en tres partes, quedando en cada una alegre, vivo y entero. Había en el altar grande resplandor y los ángeles sustentaban al sacerdote por los brazos. Vio allí a las dos santas vírgenes: Santa Catalina y Santa Bárbara, llegáronse a ella y le dijeron: “Mañana, lunes, a las nueve horas, recebirás a Nuestro Señor en este resplandor que aquí ves y serás sana”. Ansí fue como las santas se lo dijeron. Vino el prior de la Sisla a confesarla y rogole mucho que no se tornase al monasterio hasta otro día, porque, si Nuestro Señor la llevase, se hallase presente a su muerte; y si aquella noche no moría, quedaría sana del todo, y ansí sucedió.

Queriendo recebir el Santo Sacramento el lunes de mañana de mano del prior, al punto que se volvió a ella con la Hostia en la mano para comulgarla, vio en el pecho y manos del prior un resplandor muy crecido y permitió el Señor que también lo viese una niña de hasta tres años, poco menos, que apenas hablaba y estaba allí con su madre, y dijo con palabras claras que vía en las manos del sacerdote y en la enferma una gran claridad que parecía el sol. Y no la vio ninguna otra persona de las que allí estaban. En recibiendo el santísimo cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo, fue robada en espíritu, perdió el sentido y quedó en un éxtasi soberano por espacio de nueve horas. Procuraron despertarla las compañeras contra el mandamiento del Esposo, que veda no quiten a su querida esposa deste sueño hasta que ella quiera despertar. Y vuelta en sí, abrió los ojos y dijo aquel verso y principio del salmo: “Benedicat anima mea Dominum, & omnia quoe intra me sunt nomini santo eius”. Y luego se halló sana de todos los dolores y enfermedades que antes padecía.

Pesole mucho de tornar a esta vida, porque tenía ardientes deseos de salir de la cárcel deste cuerpo. Importunábanle mucho que tomase algún mantenimiento, porque estaba muy flaca y había días que no comía cosa ninguna. No quiso, diciendo que no tenía necesidad, porque habiendo comulgado no le era cosa difícil sustentarse cuarenta días con sola la suavidad que aún corporalmente sentía. La vigilia de Navidad estaba esta santa enferma en la cama, porque casi nunca traía salud. Padecía a esta sazón grandes dolores en el cuerpo, y con todo se esforzó lo más que pudo, y aparejábase para comulgar. Sobrevínola tan gran dolor de cabeza, y padecía tan fuertes latidos y golpes en el corazón le parecía querérsele despedir el alma. Reconciliose, y fue a comulgar: decía la misa el capellán mayor de la Iglesia de Toledo, y cuando se volvió con el Santo Sacramento para dárselo, ella, con el fuerte deseo, lanzó un aquejoso suspiro y levantó las formas, de suerte que sin duda cayeran en el suelo, sino que vio cómo llegaron con gran presteza tres ángeles, y las detuvieron en la patena. Desde allí se tornó a la cama con tan intensos dolores en cuerpo como llena de suavidad en el alma.

Vino la noche, y cuando [482] oyó tañer a Maitines en las iglesias, ardía de devoción y deseo de hallarse en ellos, y esforzose como mejor pudo, no sufriéndole la devoción estar en tan santa noche del nacimiento del Señor en la cama. Levantose y fuese a la iglesia: estábase allí, puesta de rodillas, derramando lágrimas de sus ojos, contemplando aquel divino nacimiento. Vio cerca de la medianoche, con ojos corporales, de[s]cender un resplandor soberano en el altar, y a Nuestro Señor, en figura y talle de niño más resplandeciente que el Sol, cómo nacía de la Virgen Madre, y cómo se derribó luego gran multitud de ángeles a adorarle y cantarle himnos de gloria. Duró esta adoración media hora; acabada, vio entrar los pastores muy alegres. Estuviéronse allí algún espacio y fuéronse, y de allí a un poco entraron los Magos de Oriente, y venían con ellos tres soles de grandísima claridad, y llegando al altar, le pareció que todos tres se hacía uno. Los reyes y todos los que con ellos venían adoraron con profunda reverencia al niño y le ofrecieron sus dones, y por este mismo orden vio los demás misterios que en el nacimiento de Nuestro Señor pasaron, porque duró la visión desde las doce de la noche hasta las tres de la mañana.

A las tres vino el capellán mayor de la Iglesia de Toledo, con deseo de hacer algún servicio a aquellas siervas de Dios, y decir la misa primera de aquella santa noche y comulgarlas. Trajo consigo músicos de la iglesia para que la oficiasen. Al punto que salía vestido al altar, vio luego esta sierva de Dios dos antorchas de un fuego y resplandor extraordinario encima del altar, y de cada una salían cinco rayos que venían hasta ella. Celebrose la misa con grande solemnidad, y cuando comenzó Los Santos, vio descender sobre el altar tanta multitud de ángeles que cubrían al sacerdote desde los pies a la cabeza. Subían unos y bajaban otros con grandes muestras de extremada alegría y, cuando hubo de alzar, los mismos ángeles le levantaban los brazos; cuando llegó al Pater Noster, ya la sierva de Dios no se pudo sostener sobre las rodillas, y con el ansia y vehemencia del espíritu, cayó postrada en el suelo, aunque tenía el alma llena de un gozo divino.

Estuvo desta manera postrada hasta las doce del día, sin moverse de aquel lugar; dadas las doce estaba muy fatigada, porque había estado allí desde la diez de la noche. Levantáronla algunas de aquellas hermanas, y lleváronla a la cama, y a la tarde, por satisfacer a los ruegos dellas, comió un poco de carne de membrillo, y sin tomar otra cosa alguna pasó lunes y martes, y el miércoles comió solamente un huevo, donde se vía harto claro que el manjar divino la sustentaba contra toda la condición de la carne. De todo esto no descubrió cosa alguna a persona viviente jamás sino solo a su confesor, que era el prior de la Sisla, que le tenía mandado, por obediencia, no le encubriese cosa alguna de cuanto el Señor le mostrase.

CAPITULO XLVII

Prosiguen se las revelaciones y visiones grandes que mostró el Señor a su sierva María de Ajofrín, y las cosas señaladas que por ella hizo

[483] Ya que me determiné a escribir la vida desta santa, acuerdo de decir las más notables cosas que Nuestro Señor le mostró, y las obras milagrosas que por ella hizo, aunque atrancaré algunas por no parecer menudo. El año de mil cuatrocientos y ochenta y seis, creció por el mes de diciembre con las continuas aguas el río Tajo en tanta pujanza que, en muchos días, no pudieron moler los molinos. Padecíase grande hambre por la falta de las moliendas Sintió la santa mucho la aflicción del pueblo. Estuvo una noche con gran desasosiego, que no podía dormir con la pena que esta falta de pan para los pobres le daba. Levantose de la cama, sin que alguna de las hermanas la sintiese; subiose a un terrado de donde se descubría el río, alzó sus ojos al cielo y echole su bendición, y tornose a un aposentillo secreto y apartado, donde estaban unas imágenes viejas, y púsose a orar extendiendo los brazos en forma de cruz, tendida en el suelo, pegando el rostro con la tierra. Era cerca de la medianoche, y oró al Señor y a su Santa Madre tuviesen por bien apiadarse de los pecadores y amansar el rigor de su ira. Sintió luego que estaba levantada en el aire, y de allí a un poco, vino una claridad que alumbró el aposentillo, y vio las imágines que allí estaban pintadas, tuvo miedo y comenzó a llamar al Señor en su ayuda. De allí un poco, vio otra más excelente claridad, y vio luego a la Virgen santísima, Nuestra Señora, con el semblante triste y el cabello revuelto y los ojos llorosos, y díjole a la sierva de Dios: “Sepas, hija, que todas las aguas que han caído por el discurso de tantos días habían de haber caído en tres, y la mayor parte dellas sobre esta ciudad, donde pereciera mucha gente por los grandes pecados que en ella hay, con que es mi hijo gravemente ofendido; y por las oraciones que has hecho por este pueblo al Señor y a mí, yo le presenté tus ruegos; por ellos se ha movido su clemencia y amansado su saña, y yo, por la piedad que tengo al pueblo cristiano, vengo a ti cual me ves”.

Dicho esto, desapareció la visión, y la santa quedó como atónita, caída de rostro en el suelo, donde estuvo como amortecida y sin sentido algún rato. Levantose luego llena su alma de gran admiración y consuelo, alegre y confortada en el espíritu. No descubrió esto jamás a ninguna de sus hermanas. Comenzó luego a serenarse el suelo y a enjugar el aire. Cesaron los nublados y el río se tornó a sus canales, y hubo luego pan por las oraciones de la santa, aunque no sabía aquel pueblo de dónde le venía tanto bien, que ansí acontece muchas veces, y nosotros, como gente de poca fe, lo echamos a las conjunciones de la luna y a otros astros, habiéndonos dicho Dios que no temamos de las señales y estrellas del cielo, sino a los pecados que son la causa de los castigos que de allá nos vienen, y de aquí se había de tomar la razón de los reportorios y pronósticos que tan vanamente se han multiplicado estos años en España, quiera Dios no sepa a paganismo.

Uno de los que tenían mucha noticia de la santidad de María de Ajofrín era el deán de Toledo, que después fue obispo de Badajoz, y uno de los testigos de la llaga de su costado. Habló muchas veces con esta santa doncella, y entre otras le rogó una vez suplicase a Nuestro Señor pacifi- [484] case la discordia que había entre ciertos personajes de la Corte, porque de sus discordias se seguían grandes daños en el Reino y podían cada día ser mayores. Obedeció la santa a sus ruegos y púsose en oración una mañana en el terrado de aquella casa, antes que saliese el sol (era en las octavas de la Resurrección el año de ochenta y seis); estando allí, vía hacia aquella parte donde rehía el alba un resplandor extraordinario; cuando comenzó a despuntar el sol le estuvo mirando tan sin embargo de la fuerza de sus rayos, como si fuera otra estrella. Dentro del cuerpo solar, le pareció vía un agujero por donde se parecía lo de más adentro del Cielo, y de allí salieron grandes rayos de claridad a diversas partes, y dentro, una cruz de oro muy resplandeciente, que se la estuvo mirando hasta que tañeron a prima. Vido también en el aire, no muy apartado della, uno que le parecía del color de la luna, que peleaba contra otro. Pasado algún espacio, volviéronse los dos las espaldas y cesó la pelea. Subió a esta sazón una de las hermanas, y ella se levantó de donde estaba, y así no vio el fin desta visión, mas viose el efecto, porque aquellos personajes discordes desistieron de su enemistad y contienda, y vinieron a ser amigos.

Otra vez, estando rezando en un libro a una ventana que salía al aire claro, a hora de tercia, vio muy cerca de sí un rostro como de luna espantable y temeroso, y dentro de su cerco, dos que peleaban fuertemente, el uno contra el otro, y cayó mucha gente de sus escuadrones muerta. No pudo entender lo que aquello significaba, hasta que después vino la triste nueva de la prisión del Conde de Cifuentes, cuando le cautivaron los moros en las entradas del Reino de Granada, como se ve en la Historia de los Reyes Católicos.

Estaba una vez una de las hermanas de la misma casa poniendo a enjugar una saya en una pared donde alcanzaba el sol, subió en una escalera para clavar un clavo que llevaba para colgarla; llevaba un ladrillo para esto, cayósele de la mano y dio de canto en otra religiosa que tenía la escalera, y hízole una mala herida en la cabeza, de donde le corrió mucha sangre. Hallose cerca esta sierva de Dios y, condolida della, acudió luego, y con piedad y devoción púsole la mano en la herida, diciendo tres veces “Jesús”: hinchole la mano y los dedos de sangre, y apretándole un poco, bendíjola, y luego cesó la sangre, y sanó la llaga en breve espacio, sin ningún otro remedio ni medicina.

En el mismo pueblo de Ajofrín, corría un caballo, el hermano desta santa trabucó en la carrera, y dieron él y el caballero una peligrosa caída: con la fuerza del golpe se hizo la silla pedazos y el mozo quedó atormentado, de donde le sucedió un grande corrimiento y pasión de ojos. La madre d'él y desta santa estaba muy triste, porque había pocos días que había enterrado otro hijo; cuando le dieron la triste nueva de lo que a estotro le había acaecido, fue tan grande el dolor y la turbación que se le torció la boca y los ojos: era grande lástima verla. Dieron noticia a la santa de lo que había sucedido a su madre, y lastimase mucho de la desgracia. Fuese luego a un altar de Nuestra Señora, que su misma madre había mandado hacer, y rogó allí a la santisíma Reina fuese servida de darle salud. Tuvo respuesta dentro de su corazón de que su pe- [485] tición era oída, y díjoles a los que le trajeron la nueva dijesen a su madre que tuviese esperanza en Nuestro Señor, y le hiciese gracias por todo, que el domingo siguiente sería sana por merced de Dios. Ansí fue que, sin otra medicina, el domingo mismo quedó tan sana como antes estaba.

El mismo año de mil y cuatrocientos y ochenta y seis, murió el cura o capellán de aquella casa, que se llamaba Juan de Viedma que, como dijimos, había confesado muchas veces a esta santa. El día de San Francisco sintió que estaba junto della un bulto que le ponía gran temor; quiso levantarse de donde estaba acostada y la sombra le habló y dijo: “Esforzad y no hayáis temor, ni os vais de aquí; y por la caridad del Señor os plega de oírme, porque seis noches ha que ando aquí penando, y por sentiros con tan grande desfallecimiento y no daros pena no me he osado descubrir. Pídoos perdón de muchos enojos que os di, y de aquella carta que os escribí, que fue causa de daros mucha pena y turbación en pago de las santas amonestaciones que me hicisteis, y de los buenos consejos que no supe recebir para el gobierno desta casa, y yo los despreciaba con altivez y atrevimiento, sin mirar que, como sierva de Dios, me decíades de parte d'Él lo que tanto me importaba; y también os pedí algunas veces, con gran soberbia, que mandásedes señales a Dios, y puso el Señor en mis manos lo que no eran dignos de ver mis ojos. Por esto, os digo que os esforcéis mucho y no dejéis de manifestar al Cardenal lo que os fue mandado que le dijeses, ni temáis trabajos temporales, ni el ser conocida, porque si no lo hiciéredes, seréis azotada del Señor rigurosamente, y porque no penséis que soy alguna ilusión o fantasma engañoso, sabed que yo soy el cura y capellán desta casa, que sabéis cuán poco ha que pasé desta vida, y os ruego digáis al padre prior de la Sisla, y a la hermana mayor que, por amor del Señor, me perdonen en cualquier suerte que los haya ofendido, y también tengan por bien perdonarme seis mil maravedís, que soy en cargo a esta casa, y un libro que vendí, y que me hagan decir cincuenta misas de limosna, y vos, rogad por mí, porque el Señor me saque desta pena. Dicho esto desapareció, y la santa quedó suspensa, y casi sin habla. Estuvo ansí cuatro horas poco menos, y después puso diligencia en que se cumpliese todo lo que le pidió, rogando a Nuestro Señor por su alma con ferviente corazón.

El día que murió el capellán mayor de la Iglesia de Toledo, don Diego de Villamiñaya, de quien he hecho memoria por veces, estaba toda la ciudad de Toledo muy triste por la falta que les hacía un hombre tan pío y limosnero, padre de todos. Gastaba cuanto tenía con pobres y huérfanas, y favorecía todas las casas de piedad y religión; y a la casa de doña María García le cabía desta pérdida mucha parte por las continuas buenas obras espirituales y corporales que d'él recebían, porque era como un patrón y protector de toda aquella santa congregación.

Murió entre las diez y las once del día, al punto que estas siervas de Dios y la santa, María de Ajofrín, estaban en la misa. Cuando comenzaron a hacer clamor en la iglesia mayor, fue arrobada en espíritu la santa, y vio cómo San Juan Bautista y el sagrado dotor, nuestro padre [486] San Jerónimo, y Santa Catalina, llevaron el ánima del capellán mayor a juicio delante de la Divina Majestad, donde tenía su trono en un hermoso campo, lleno de frescura y gloria, donde había infinitas almas, dando loores al mismo Señor. Allí vio cómo fue acusado delante del juez de un cargo que tenía a un difunto que le había dejado por su testamentario, y no había cumplido su testamento. Respondió al cargo que él dejaba ordenado en su testamento que aquella obligación se cumpliese, y luego el juez soberano dio por sentencia que su ánima fuese detenida en aquel mismo lugar, y no entrase en la Gloria hasta que fuese cumplida y satisfecha la manda. Como la santa oyese esto, quedó como fuera de sí, llena de dolor mezclado con alegría porque, aunque estaba detenida aquel alma de no ver a Dios, estaba al fin con tanta seguridad de su bienaventuranza. No osó descubrir a ninguno esto, sino solo al prior, que le tenía mandado no le encubriese nada. Informose él mismo si quedaba esta manda en el testamento, halló ser ansí, y puso gran diligencia en que se cumpliese con presteza, cosa de que esta santa ninguna noticia tenía, sino que el Señor fue servido manifestárselo para el bien de aquel alma.

Cayó mala la hermana mayor del convento el día de San Lorenzo6 de un dolor de costado que la puso en lo último, tanto, que los médicos la desampararon: levantósele el pecho y daban ya todos por concluida su vida. Sentía mucho nuestra santa la pérdida de su superiora, que era mujer santa y de prudencia y gobierno. Cuando la vio ansí, fuese a la iglesia a las ocho o a las nueve de la noche, y púsose a orar delante el altar de Nuestra Señora; y estuvo allí hasta las doce, rogando con muchas lágrimas a la santísima Reina fuese servida darle salud, porque no quedase ella desamparada de tan buena madre.

Estando ansí, en su importuna petición y lágrimas, vio que el rostro de la imagen se cubría de sudor; pensó que se le antojaba y que las lágrimas que ella tenía en los ojos le parecía que estaban en el rostro de la Virgen; para ver si era ansí, atreviose a llegar con su toca y limpiarle el sudor, y por tres veces hizo esto, de tal suerte que quedando la toca humedecida se lavó los ojos y la cara con ella; del placer que tomó, tornó con más confianza y alegría a rogar por la salud de la hermana mayor. Oyó luego una voz que le dijo: “Otorgada le es la vida, por tu consuelo y remedio”. En oyendo esto, quedó robada en espíritu y vio, estando ansí, al glorioso mártir San Lorenzo, en semblante de mancebo hermosísimo, vestido como diácono, con grande claridad y resplandor: llevaba en la mano una bujeta de oro, y llegose a la cama donde estaba la enferma y púsosela en la cabeza y en el costado, santiguola con su mano y luego se fue.

Cuando volvió en sí la sierva de Dios de aquel trasportamiento, fuese muy alegre a ver la enferma y halló que dormía reposadamente; cuando despertó se sentía tan aliviada de su aprieto, que le pareció no tenía mal ninguno, y ansí fue porque luego estuvo buena. Y claro está que dirían los médicos que la enfermedad se había terminado bien y que, por la ayuda de los medicamentos que la habían aplicado, la naturaleza había vencido al mal, y no les iría a la mano la que con sus lágrimas le había alcanzado la salud, porque, como virgen prudente, callaba, que es de locas ir a buscar el olio de los loores vanos del mundo. Solo lo reveló a su [487] confesor, por la obediencia que le tenía puesta, de que hago muchas veces memoria, porque, si no fuera por ella, todo esto quedara sin saberse. Estaba un hermano desta santa preso, harto apretadamente, con muchas prisiones. Rogaba a Dios por él y encomendó otras hermanas que le ayudasen también con sus oraciones, pidiendo a la Virgen santísima, delante de su imagen, que le librase de aquel aprieto. Apareció al preso la imagen misma de la Reina soberana, y quitole las cadenas y grillos de los pies, y díjole que, por las continuas oraciones de su hermana y de otras siervas de Dios de aquel monasterio, sería libre de aquella cárcel. Adurmiose el preso y, cuando despertó, hallose fuera de la cárcel y sin prisiones, y sanó de la hinchazón que tenía en un pie, por hierros apretados que había tenido. Vino al monasterio donde estaba su hermana, y contó el milagro, y en viendo la imagen la conoció, y dijo que aquella era la imagen que le había libertado; según el tiempo que señaló, se verificó que era al mismo punto que su hermana y las otras religiosas estaban orando por él delante de aquella imagen. Viendo tan extraña maravilla, se ofreció con promesa de traer cera para que ardiese todos los sábados delante della, en tanto que viviese.

De allí a ocho o nueve años, viniendo un sábado a cumplir su voto, trayendo la cera a la imagen, súbitamente en el camino cayó muerto. Cuando su hermana lo supo, recibió notable tristeza y pena, por ser la muerte subitánea y sin recebir los Santos Sacramentos. Rogaba por él con muchas lágrimas a Nuestro Señor, y hízole decir las misas que pudo. Suplicábale a la santísima Virgen delante de aquella, su imagen, que pues vivo le había librado de aquella prisión y cárcel del cuerpo, muerto le librase de la cárcel eterna, y le mostrase si estaba en lugar de salud.

Estando una vez entre otras haciendo oración delante la misma imagen, el día octavo después que murió, a las dos horas de la noche, vio el rostro de la imagen más alegre que otras veces, y que le parecía como vivo, y como con semblante de quererle hablar. La santa, con el alegría que recibió desto, comenzó a derramar muchas lágrimas y comenzose a trasportar. Estaban allí con ella dos hermanas, y como sintieron esto lleváronla a la cama. Estándose allí con ella, con dos candelas encendidas, vuelta en sí, razonando con las compañeras, sintió a sus espaldas como un huelgo de persona, aunque muy fría. Como hablaba con las hermanas, no curó de volver a mirar qué era. Diole luego un espeluzamiento grande, y volviendo la cabeza, vio como un pedazo de nube obscura, y dentro, el rostro de su hermano con semblante alegre. Hablole y díjole cómo a la hora de su muerte se vio en grande aprieto, mas que Nuestra Señora vino y le ayudó a salir d’él. Declarole ciertas obligaciones que tenía, rogándole pusiese cuidado para que saliese dellas, y que estaba en penas de purgatorio detenido; diciendo esto, desapareció.

CAPÍTULO XLVIII

Otras muchas visiones y revelaciones de esta sierva de Dios, en que se mostró claro tener espíritu profético

Fueron sinnúmero las visiones y revelaciones que esta sierva de Dios tuvo, y sin duda que se echa de ver [488] era de gran pureza y virtud, porque ninguna cosa destas la altivecía, ni se estimaba por eso en más, antes andaba siempre puesta en un continuo menosprecio de sí misma. Afirmaba la hermana mayor, que se llamaba Catalina de San Lorenzo, mujer de gran valor y prudencia, que ninguna religiosa igualaba a esta santa en cosas de humildad, y cuanto más el Señor la levantaba con sus favores y visiones maravillosas, tanto más se derribaba ella a los pies de todas.

Excelente prueba de todo esto tenía seguros y buenos fundamentos; decía también esta superiora que le pedía muchas veces esta santa que la reprendiese en capítulo los viernes y la mandase postrar a la puerta d’él, por que todas las hermanas la pisasen cuando entraban o salían. Era, junto con esto, pacientísima en las enfermedades continuas que padecía, caritativa y amorosa con las otras. Y lo que es más fina prueba de su santidad es tener por tan suyos los males ajenos, condolerse tanto de los otros, y sentir tan en el alma los daños comunes porque los altivos, soberbios y hipócritas todo lo hacen, y todo lo convierten en su gloria vana y en sus particulares intereses, que quien les mirare un poco a las manos presto les conocerá en palabras y en obras que se buscan a sí mismos, frutos por donde nos enseñó el Señor a conocer tan malas plantas, pues de las espinas y cambrones no se cogen uvas ni higos.

Hase visto también en este discurso, con mil ejemplos, que tuvo esta sierva de Dios espíritu de profecía y, para confirmación desto, pondré aquí algunos de los muchos que se escriben en la relación del padre fray Juan de Corrales, prior que también afirma que no los escribe todos.

Comenzose en aquel tiempo la Inquisición en la ciudad de Toledo, y descubrió esta sierva de Dios al mismo prior, que era uno de los que estaban señalados para el examen de los procesos de los herejes y judíos, grandes y extraños insultos que cometían, y otros particulares avisos y secretos que no era posible saberse sino por revelación divina.

El año de mil y cuatrocientos y ochenta y ocho, después de Pascua de Resurrección, estando un día orando en la capilla de su monasterio y pensando cómo se había hecho aquella tan admirable unión de la divinidad y humanidad en una persona del verbo eterno, vio bajar una luz muy clara y encendió el cirio pascual. Daba una luz tan excelente que recibía su alma notable consuelo, que fue mostrarle con aquel símbolo alguna cosa de lo que en su pecho trataba, como otro tiempo a Moisén el fuego que vio arder en la zarza. Estando aquel mismo año el Santo Sacramento en el altar en las octavas de la fiesta del Corpus, como se acostumbra en muchas casas de la Orden, estando las hermanas comiendo, quedose ella allí orando; buscábanla para que comiese, y retirose en un aposentillo que servía de vestirse allí los sacerdotes para decir misa, y orando con intensísimo afecto, sintiose levantada del suelo como una vara, y pareciole que salían de la custodia unos hilos de oro y llegaban hasta ella, y se remataban en sus manos, pies y costado, y desde aquel punto fue tan grande el deseo que tuvo de recibir a Nuestro Señor que le parecía se reventaba del pecho el corazón, y envió a rogar al prior, que estaba en la Inquisición, ocupado en las causas de aquel tribunal, que en todo caso viniese a confesarla y comulgarla, porque no tenía otro remedio el mal de su corazón, de que si se tardaba moriría.

El [489] prior se desembarazó lo más presto que pudo, fue allá y, en comenzando a confesarse, fue arrobada en espíritu. Mandole por obediencia que despertase y volviese en sí, y al punto tornó. Preguntole si tenía abierta la llaga del costado, como otras veces, y después de muchas importunaciones le confesó que sí, rogándole que no descubriese esto en tanto que viviese, y la maldición de Dios le viniese si no lo guardase. Acabose al fin de confesar y comulgó a las nueve de la mañana, y luego fue arrebatada en espíritu, y estuvo ansí hasta las seis de la tarde, y estuviera más si no le mandaran, por obediencia, recordar. Cuando volvió en sí, mostró el rostro alegre, como si viniera de algunos particulares gustos y recreos.

El prior tuvo gana de entender lo que había visto en aquel rapto; preguntóselo, y sintió grande pena en que la apretase para que se lo descubriese. Dijo al fin, compelida por obediencia, que la habían llevado a un campo fertilísimo, donde estaba un altar, y allí vio a Nuestro Señor cercado de muchedumbre de santos ángeles, y que allí vio la multitud de maldades y pecados que se cometían contra la bondad divina, y muy particularmente los que se hacían en la ciudad de Toledo. Y díjole también al mismo prior que tuviese buen ánimo y no desmayase en el servicio de Dios, porque había de padecer muchos trabajos y dolencias. De allí a pocos días que fue, en la Vigilia de los apóstoles San Pedro y San Pablo, se sintió malo y, en acabando de decir misa a aquellas hermanas, se fue a comer. Luego le dio dolor de costado y por no entristecerlas no quiso quejarse, ni decirles nada. Acabó de comer, y fuese luego a echar en la cama. Estando allí, se acordó de lo que la santa le había dicho, que había de padecer trabajos y dolencias, que tuviese buen ánimo, y corrido de haberse rendido tan presto, dijo entre sí mismo: “Los valientes soldados no han de morir en la cama”; diciendo esto, levantose y fuese a donde estaba la sierva de Dios. Comenzole ella a consolar y, sin que él lo viese, disimuladamente, le hizo una cruz con su dedo en las espaldas sobre el mismo manto que tenía cubierto, aunque sintió que le había tocado. Hízole luego otra vez la señal de la cruz en la misma parte; aquí ya sintió lo que había hecho, y como el prior era hombre entero y lleno de severidad, tuvo aquello por liviandad y alguna manera de atrevimiento, particularmente porque jamás le había visto hacer cosa semejante, porque certifica que nunca la había visto el rostro, por andar siempre muy cubierta con un mantillo. Llegó la tercera vez la santa, y hízole otra cruz y díjole: “Andad padre, que ya sois sano, aunque no por la virtud de vuestra fe, pues no solo no creísteis que os había de sanar, antes os reísteis y burlasteis de mí en vuestro corazón, y aunque es bueno y seguro y de hombres enteros no creer fácilmente, no es cordura burlar de la fe ajena”.

Sintiose luego aliviado del dolor, aunque para memoria le quedó por muchos días el amortiguamiento de la carne en el mismo lado. Díjole también a vueltas de aquellos días, estando allí con ella, que fuese presto a su convento, y remediase cierto daño que querían hacer unos mozos. Fue el prior, y con el aviso de la santa procuró hacer Inquisición de lo que había, con el mayor secreto y recato que pudo, y halló ser así, que querían cometer una travesura muy escandalosa. Despidiolos del convento, y ansí quedó remediado sin llegar al efecto. Tanta noticia le daba Dios de las almas ajenas.

[490] Luego, el mes de julio siguiente, le dijo al mismo prior otras muchas cosas de gran secreto. Entre otras, que Nuestro Señor Jesucristo se le mostró de la manera que le pusieron cuando le ataron y azotaron en la columna, en casa de Pilatos, y le dijo: “Mira, hija, cuál me ponen cada día los herejes, díselo al deán de la iglesia de Toledo y al prior de la Sisla, que entienden en los negocios de la Inquisición, porque pongan remedio en ello”. Ansí lo hizo, porque estas mismas palabras les dijo a entrambos juntos.

Mandáronle al Padre fray Juan de Corrales, prior de la Sisla, que fuese a hacer ciertos negocios de la Inquisición a tierra de Burgos. Era invierno y pasó en los puertos y en los caminos muchas aguas y nieves, viéndose algunas veces en peligro. Escribiole la santa una carta, consolándole y contándole por tan menudo los pasos malos, los peligros y los días más trabajosos, condoliéndose d'él con tanta puntualidad como si se hallara allí presente. Un religioso de nuestra Orden, varón espiritual, tuvo gran deseo de hablar con esta santa por las muchas cosas que de su virtud y santidad había entendido; pidió licencia y, al fin, a cabo de algunos días, se la dieron. Vino a hablarla y a las primeras palabras le dijo la santa: “Bien sé, padre, que ha muchos días que trabajáis por hablar conmigo y la causa también de donde os nace, y sé también que tal día (señalándolo), escribisteis cierta escritura y no la acabastes, aunque os distes mucha prisa y la venistes a acabar a la noche”.

Maravillose el religioso de oír cosas tan secretas suyas, que entendía no las podía saber sino Dios y él. Preguntole cómo las sabía. Respondiole que todo lo había visto en espíritu. Estuvieron después platicando en cosas espirituales. Acabada la plática, cuando ya se quería partir, le dijo: “Padre, decid a tal religioso de vuestra casa (nombrándoselo por su nombre) que mire cómo anda, porque está muy atribulado y afligido en su espíritu, y si ha hecho cosa que no deba, pida perdón della, porque si esto no hace, jamás podrá salir deste trabajo en que está”. Sabía bien este religioso a quién ella decía esto, el trabajo y la aflicción en que el otro estaba, y aun a otros era harto manifiesta, y maravillose mucho cómo podía tener ella noticia de esto, y vio que, si no era por espíritu profético, no podía alcanzarlo.

Estaba a esta sazón el general de la Orden haciendo Inquisición contra unos religiosos del linaje de los judíos que habían recebido allí el hábito, hombres perversos y que pretendían más dañar y engañar a otros que hacer ellos la vida que profesaban de fuera, siendo perniciosísimos judaizantes enemigos de Jesucristo y que burlaban desvergonzadamente de los sacramentos, en especial de la Eucaristía y la Penitencia. Y entre otros testigos que fueron preguntados en la causa, fue esta sierva de Dios uno, y leí yo en el proceso un dicho suyo en que descubrió cómo, estándose confesando una vez con uno destos, no permitió el Señor que fuese engañada y le descubrió la burla y el escarnio que aquel fraile judío estaba haciendo de su confesión, poniéndose a oírla de confesión en una postura tan deshonesta que sola ella bastara para quemarle mil veces. Estaba esta sierva de Dios otra vez comunicando con otro religioso de esta Orden, de gran ejemplo (aunque estas hablas eran muy raras y las más breves que ella podía, y solo con personas graves), y vino a decirle cómo conocía él un religioso de santísima vida, a quien Nuestro Señor hacía muchas mercedes, por la gran pu- [491] reza de su alma. Preguntole ella quién era y cómo se llamaba, el religioso no se lo quiso decir porque el otro le había rogado que, en tanto que él viviese, ni descubriese cosa suya a hijo de hombre. Entonces ella le dijo: “Pues, padre, bien se yo cómo se llama y quién es: lllamase ansí (y nombrole), tiene mucha parte con el Señor, por ser verdadero religioso, y tiene un alma muy puesta en lo que toca al servicio de Dios y de los hermanos”. Maravillose de oírle esto, preguntole cómo lo sabía, y díjole que Nuestro Señor se lo había revelado allí, porque él no se lo quiso decir.

Estando otra vez elevada en espíritu, vio cómo sacaban el Santo Sacramento de la iglesia mayor, con grande acompañamiento, para comulgar a un enfermo, y llegose a ella un mancebo vestido de ropas blancas y en un caballo blanco, y díjole con palabras airadas: “Corre, ve y di a los c1érigos que se tornen con el Sacramento a la iglesia, porque aquel enfermo a quien se le llevan es hereje”. Fue ella y díjolo a uno de aquellos que ella conocía, y respondiole él: “Calla, no oses decir tal cosa que nos matarán a todos”. El del caballo blanco se llegó y le dijo: “No tengas miedo y di en todo caso se torne el Santo Sacramento a la iglesia, porque aquel hombre es un pernicioso hereje”; y vuelto a la santa le dijo: “En señal que lo que te digo es verdad, verás hoy en la misa destilar sangre de la Hostia”; y los que llevaban el Santo Sacramento se tornaron a la iglesia, y ella vio después, estando oyendo misa, la Hostia llena de sangre cuando la levantaba el sacerdote, para que la adorase el pueblo; esto pasó todo en espíritu.

Estaba esta santa una vez rezando en el oratorio y tenía allí dos librillos por donde leía algunas devociones, y rogole a una hermana que le trajese la imagen de un niño Jesús que estaba en el altar de Nuestra Señora. Tenía el niño una ropita larga que le habían hecho las religiosas. Trajósele y tomole ella con grandísima devoción; púsole encima del libro, y allí le estaba adorando con grandísima ternura, derramando gran copia de lágrimas a sus pies. Fue la santa a cabo de un grande rato a alcanzar la ropilla para besarle los pies y el Niño alzó el pie como si fuera vivo, para que pudiese besárselo; besósele ella con grandísima ternura y quedose el pie ansí alto, que jamás se tornó a bajar, cosa que la vieron todas las religiosas con grande admiración, aunque como prudentes jamás quisieron mostrarlo a nadie, porque no las juzgasen por vanas y fáciles en estas cosas. Tenía esta sierva de Dios una postema en uno de los ojos, que le daba notable pena. Puso el pie que levantó el Niño encima d’él y, al punto, se abrió y fue sana a vista de todo aquel convento de religiosas. El mes de julio de mil y cuatrocientos y ochenta y nueve entró la peste en la ciudad de Toledo. Fue herida una de las hermanas de aquel convento, que se llamaba Sancha Díez, sobrina del vicario de la Sisla de Toledo. Queríanla mucho las otras, y rogáronle a esta sierva de Dios que hiciese oración por ella a Nuestro Señor. Estaba a la sazón rezando en un libro, púsose luego en oración por ella, ansí como estaba sentada, y vio súbitamente una calavera de difunto encima del libro. Volviose a las hermanas y díjoles: “No os fatiguéis por su salud, el Señor quiere llevársela, veis aquí su calavera”. Y ansí fue, que de allí a muy poco murió.

Un canónigo de la Santa Iglesia, hombre espiritual y devoto, enfer- [492] mó gravemente; súpolo la santa y, entendiendo que era persona espiritual, hizo oración por él a Nuestro Señor, y enviole de secreto una granada con una mujer de la misma casa. Recibiola el canónigo con devoción, sabiendo quién se la enviaba comió della y, al punto, estuvo sano y bueno. Levantose y fue a hacer muchas gracias a Nuestro Señor, porque había oído las oraciones de su sierva y dándole salud. Estaba otra vez esta santa, en la fiesta de Nuestra Señora de septiembre, enferma y padeciendo con larga paciencia sus continuas dolencias; tenía entonces una esquinencia o angina peligrosa en la garganta y, como vio que las otras hermanas iban al oficio divino, y se levantaban a Maitines y habían de comulgar a la misa, afligiose, viéndose privada de tantos bienes espirituales y que no podía acompañarlas en tan santas estaciones. Estando ansí con estas ansias en la cama, un poco antes que tañesen a Maitines sintió gran dolor y ansia en su corazón. Tañeron luego y ella, no pudiendo sufrirse, comenzó a hablar con la Santísima Virgen Madre, y díjole: “Virgen gloriosa, madre de mi Señor, amparo de los que te llaman y en ti esperan, no soy digna de estar en la compañía de mis hermanas, ni gozar de los Maitines, ni de comulgar con ellas, mas tú por tu misericordia usa conmigo de tus continuas misericordias”. En diciendo esto vino una claridad del Cielo sobre ella y, al punto, se sintió sana. Levantose y fuese a Maitines con las otras siervas de Dios, y comulgó otro día con ellas, con grande admiración de todas, sabiendo la hinchazón grande que tenía en la garganta.

No acabaría si menudease en la infinidad de visiones y revelaciones que esta sierva de Dios tuvo, pues apenas comulgó vez que no fuese elevada sobre sí y le demostraba Dios grandes secretos. Bien veo que es una extraña manera de proceder y fuera del curso ordinario que ni lo alcanzan nuestras reglas ni discreciones; y que nunca se allanó tanto Dios con sus mayores profetas según lo que hallamos escrito en el texto sagrado, mas yo refiero, como dije al principio, lo que otros han dicho, y aun no tanto, porque son infinitas las cosas deste jaez. Estas que he referido fueron las más públicas y que palpablemente vieron muchos. Aunque algunas se refieren aquí, y otras he callado que, o no las entendieron bien o no las escribieron como ella las reveló, y ansí parece que tienen algunos inconvenientes, especialmente en las visiones imaginarias, que las relaciones no se aciertan a hacer como ello se demostró en lo secreto del alma, y muchas cosas no se sabe cómo fueron, y ansí padecen muchas dudas y dificultades que se salen mal dellas, y la mejor solución es decir que no se entendían bien o se refirieron mal.

CAPÍTULO XLIX

La muerte de la santa María de Ajofrín. Y algunos de los muchos milagros que Nuestro Señor obró por ella después de su muerte

Llegó el tiempo deseado para esta santa en que Nuestro Señor quiso sacarla deste mundo y llevarla al descanso de su gloria porque, aunque recebía por una parte singulares y altos consuelos de [493]7 la mano del Señor, por otra la afligía y labraba con muchas angustias y enfermedades, principalmente con el ansia de verle y gozarle sin enigmas y sin velo, que es la cosa que más aflige el alma de los que, en esta vida, han comenzado a gustar la suavidad de aquel siglo bienaventurado, como lo deseaba el Apóstol, porque el peso y la carga deste cuerpo es gran estorbo para aquellos puros y divinos sentimientos y alborozos del alma.

Cayó, pues, enferma el mes de julio, el año de mil y cuatrocientos y ochenta y nueve, cuando andaba en lo más vivo la peste en la ciudad de Toledo, aunque no le tocó a la santa, sino de otra enfermedad ordinaria se la llevó Dios, el sábado diecisiete del mismo mes, a las tres de la mañana, habiendo estado con la misma quietud que si estuviera durmiendo.

Enterráronla aquel mismo día, a hora de Vísperas, en el capítulo del Monasterio de la Sisla, porque, como dije en otra parte, se enterraron mucho tiempo las religiosas de San Pablo en el Monasterio de la Sisla. Al tiempo que falleció, se sintió en todo el convento un olor de gloria, y todas las hermanas afirmaron que era cosa tan extraordinaria que parecía estaban gozando las flores del Paraíso. Comenzó luego Nuestro Señor a sellar con infinidad de maravillas la santidad de su sierva, para que con ellas se entendiese que los avisos que, por medio della, había dado al pueblo y principalmente a los sacerdotes descuidados, eran verdaderos, de autoridad y importancia, y que para siempre se estimasen en mucho y tuviesen reverencia y devoción a la santa. De muchos diré algunos en este capítulo, si pudiese con ellos despertar la tibieza desta religión a que tuviese en más sus cosas y procurase levantar la memoria desta santa y la de otros muchos que se han criado en el encerramiento de sus claustros, que con tanta razón pudieran ponerse en los calendarios de toda la iglesia. Luego como pasó desta vida a la eterna esta santa, adolecía un canónigo de Toledo con unas fiebres continuas, que poco a poco le iban consumiendo; los médicos hacían sus diligencias (que muchas veces valdría más que no las hiciesen): sangráronle y diéronle una y otra purga. Vino al fin a términos que le querían dar la Extremaunción, porque no se terminaba la dolencia, ni daba señal alguna de salud. Él, viéndose en este extremo y deseando guardarse para otra vez, deseando más tiempo para hacer penitencia, envió por todos los monasterios que le dijesen misas y le encomendasen a Dios. Tenía noticia de la santidad y vida de María de Ajofrín, cómo Nuestro Señor había hecho por ella, aún viviendo, muchos milagros. Envió a la Sisla de Toledo a los religiosos que le encomendasen muy de veras a aquella sierva de Dios que tenían en su compañía. Hiciéronlo y aquella noche le apareció la santa, prometiéndole sanidad y amonestándole que de allí adelante pusiese mucho cuidado en mejorar la vida. Cuando despertó, pareciole que se sentía muy aliviado, entendió que aquello no había sido sueño, sino veras. Entraron a la mañana los médicos y los de su casa para darle cierta bebida con que descargase algo la malicia de la fiebre. No quiso tomarla, diciendo que él se sentía sin necesidad y que le diesen de comer, porque no era día de los que los médicos llaman críticos para tan notable mudanza. Comió con buen semblante y gana: levantose luego y envió a la Sisla, en reconocimiento de la me- [494] dicina que de allí le había venido, un cirio grande y una cabeza de cera, para que la colgasen delante la sepultura de la santa, y luego, de allí a poco, vino él y dijo misa en hacimiento de gracias.

El mismo año le dio una grave enfermedad de fiebres continuas a don Alonso, hijo de la Condesa de Paredes, que también era canónigo de Toledo, y tan recio dolor de cabeza que se le saltaban los ojos. Apretábale de tal suerte el mal que se tuvo por cierta su muerte. Andaba la fama de los milagros de la santa ya por toda la ciudad y crecía la devoción en ella. El canónigo y la condesa, su madre, enviaron a pedir a los religiosos afectuosamente rogasen por él a la santa. Hiciéronlo ansí, y junto con esto le enviaron una almohada que llevaba puesta debajo de la cabeza cuando la llevaron a enterrar. Pusiéronsela encima y luego se sintió sano, con gran admiración y aplauso de todos. Levantose de la cama y fue a la Sisla. Tuvo allí novenas, haciendo infinitas gracias a Nuestro Señor. Ofreció una figura de cera y una casulla para que dijesen misa.

Estaba en San Jerónimo de Madrid, que entonces se llamaba del Paso, un fraile lego que se llamaba fray Gabriel, de Cuacos, junto a Plasencia; hízosele una hinchazón en un ojo muy peligrosa, tanto que trataban de abrírsele con un botón de fuego con harta duda que le había de perder. Temiendo el fraile lo uno y lo otro, y teniendo noticia de las maravillas que Nuestro Señor obraba por su sierva María de Ajofrín, encomendose a ella, rogándole con mucha devoción, pues socorría a tantos, le ayudase en aquel aprieto, porque estaban ya para darle el botón de fuego. Sintió luego el socorro de la santa. Resolviose la hinchazón milagrosamente sin ninguna medicina, con una presteza milagrosa, quedando el ojo sano y claro. Sucedió luego que este religioso fue a su tierra, y halló a una su hermana tullida de una pierna. Contole lo que a él le había acontecido encomendándose a esta santa y, dándole noticia de los muchos milagros que hacía, refirió el que habría obrado con él.

La hermana concibió luego grande fe y esperanza que había de sanar por los méritos de esta santa, pues había ansí acurrido a su hermano. Rogole con muchas lágrimas se apiadase della y le sanase su pierna. Tenía allí una niña de seis a siete años, y díjole: “Niña, tú también me ayuda, ruega a esta santa que me sane”. Hincose la niña de rodillas y puso sus manecitas rogando lo que le decían que hiciese; caso de extraña maravilla, que antes que se acabase la oración, fue sana de todo punto con grandísimo regocijo de todos cuantos estaban presentes; viendo milagro tan palpable, rompieron en voces de alabanzas divinas. Envió luego al monasterio dos piernas de cera y otro rollo grande della, en testimonio desta maravilla y de su agradecimiento.

Sucedió luego, tras esto, que llegó esta mujer a un pueblo que se llama Jarayz, que está allí junto; y fue a visitar a un hombre honrado del pueblo que se llamaba Francisco Díaz, primo hermano del capellán del mismo pueblo, que se llamaba Martín Díaz. Estaba el hombre muy enfermo, y tanto que le habían oleado. Tenía la candela en la mano, poco menos muerto. El capellán estaba muy angustiado porque quería mucho a su primo; díjole la Juana Martínez, que ansí se llamaba la hermana del fraile: “Señor capellán, bien sabéis cuán mala y cuán perdida estaba yo desta pierna”. Contole los milagros que la santa había hecho con [495] ella y con su hermano la sierva de Dios, María de Ajofrín, y otras muchas maravillas que Dios había obrado por ella, conforme se las había referido su hermano, y persuadiole al enfermo y al capellán hiciesen voto que, si Nuestro Señor por intercesión de aquella santa le diese sanidad, que irían a visitar su santo cuerpo. El clérigo respondió: “Yo soy pecador y no merezco que Nuestro Señor me haga tan señalada merced, mas yo prometo, si le da salud, de llevarle a visitar su santo sepulcro en estando para ello”. Caso admirable: apenas había acabado de hacer el voto cuando el enfermo cobró evidente mejoría y luego, en breve, fue sano, y vinieron entrambos a cumplir su voto, ofreciendo cierta cantidad de cera, y el capellán dejó en el Monasterio de la Sisla un testimonio firmado de su nombre, en que refiere todo el discurso destos tres milagros. Una beata de la tercera regla de San Francisco, llamábase Juana de San Miguel, estaba afligida de un zaratán que se le había hecho en una teta; había cinco años que andaba en manos de físicos y no la habían dado remedio alguno; el último que querían intentar, porque se le canceraba y corría riesgo de la vida, era cortársela; venían en ello los médicos, no sabiendo qué hacerse. Juntábase con esto una calentura que le había sobrevenido del dolor y de la corrupción del pecho, al fin estaba ya como hética y sin ninguna esperanza de remedio humano. Llegó a su noticia la fama destas maravillas que la santa hacía, y cobró alguna esperanza de sanar por su intercesión: fuese a la Sisla y, al punto que entró en el capítulo donde estaba enterrada la sierva de Dios, sintió un olor celestial que salía, a su parecer, de aquella parte donde estaba la sepultura. Llegose con mucha devoción y lágrimas, y postrose sobre la misma sepultura, rogando a la santa la socorriese en tan gran necesidad: oyó la santa su ruego, y fue de tal manera, que antes que de allí se levantase se sintió sana de todos sus males. Maravilla evidentísima que provocó a muchos a hacer a Nuestro Señor infinitas gracias.

Otra cuitada mujer natural, también de Toledo, padecía el mismo mal de pechos, y había llegado tan adelante su trabajo que le habían dado en ellos algunos botones de fuego y puéstola en el artículo postrero de la vida; llegola a visitar un hombre honrado, contole los milagros desta santa y leyole parte de su vida, que ya se publicaba por toda la ciudad; concibió la afligida mujer grandes esperanzas de salud; hízose llevar a la casa de doña María García, donde la santa había vivido, porque a la Sisla era imposible llegar, que muriera en el camino. Llegada allí, encomendose a ella, sacáronle las hermanas unos paños que habían sido de la santa, pusiéronselos en los pechos y, al punto, reventaron las postemas, y luego del todo sanó sin otra medicina. Y desta manera hay infinidad de maravillas que nunca acabaría si las quisiese referir por menudo.

Como se multiplicaban los milagros tanto, y la fama crecía por todo el Reino, pareció a muchas personas devotas era cosa justa que el cuerpo de la santa fuese trasladado del capítulo donde le habían puesto a la iglesia del monasterio, donde tuviese lugar más decente y el pueblo pudiese gozar más cómodamente de llegar a su sepultura; los que más [496] de veras trataron esto fueron la Condesa de Fuensalida, y el clavero de Calatrava y don Alonso de Silva. Hablaron al prior, fray Juan de Morales, y propúsose al convento, y vinieron todos en ello con mucha voluntad; viendo cuán manifiestamente el Señor se señalaba en engrandecer a su sierva, don Alonso de Silva trajo una arca guarnecida por de dentro de seda, en que fuese puesto el cuerpo.

El año de 1495, a veinte y cinco de abril, poco menos seis años después de su muerte, abrieron la sepultura, estando presentes todos estos señores y otras muchas personas principales, y gente devota, y los religiosos del convento. En descubriendo el santo cuerpo, salió un olor celestial que puso alegría, admiración y consuelo en todos. Manaba dellos un licor, como de aceite, que también despedía de sí una fragrancia suavísima. Viendo esto el prior, mandó tañer las campanas; pusiéronlos en el arca, y con mucha lumbre de hachas y cirios llevaron en el arca el santo cuerpo, cantando el himno Te Deum Laudamus, y otras antífonas alegres; la Condesa de Fuensalida había hecho labrar un sepulcro a su costa en el cuerpo de la iglesia a la mano derecha.

Estaba la tierra muy necesitada de agua, pidieron a Nuestro Señor, por la intercesión de su sierva, tuviese por bien socorrerlos, porque los panes se iban ya a perder, y luego llovió en gran abundancia, entendiendo todos que, por los méritos desta santa, Nuestro Señor se apiadaba dellos. Tuvieron el cuerpo sin enterrar en la iglesia trece días, porque era tanto el concurso de la gente y los que venían atraídos de la devoción que pareció así justo para cumplir con ella. Obró también allí el Señor muchas maravillas por su santa. El Conde de Oropesa envió a su hija y a su hijo para que velasen en la iglesia al sepulcro desta santa, y los criados que venían con ellos afirmaron que entrambos habían estado muy enfermos, que la hija había llegado al punto de la muerte; teniéndola ya sus padres por muerta, la encomendaron con mucha devoción a esta santa, y a entrambos les dio salud. Ofrecieron una imagen de plata, y una palia rica para el altar, una cruz bordada muy rica, y tres imágenes de cera, en testimonio y gratitud del beneficio recebido.

Llegó también luego un hombre de Jarayz, que se llamaba Santos Fernández, que estando a la muerte y oleado se encomendó como pudo, dentro de su corazón, a esta santa, y recibió luego salud repentina y de todo punto milagrosa. Vinieron él y su mujer luego a cumplir el voto, y dieron testimonio dello delante de muchas personas.

No quiero alargarme más en referir milagros; una cosa diré que me parece lo confirma todo, por ser la única prueba que Dios nos dejó para conocer los verdaderos profetas y distinguirlos de los falsos, que ninguna cosa dijo esta santa haber de acaecer que no viniese como lo dijo y profetizó.

Sucedió luego la peste que hemos dicho; hubo también notable carestía de pan, que morían las gentes de hambre, y viose en España en aquellos tiempos, la primera vez, aquel afrentoso y endiablado mal de las bubas, que entonces y muchos años después (hasta que ya le hemos domesticado) fue muy temido y con razón. Donde se cumplió el amenaza que Dios hizo a su pueblo por esta su sierva, y los cuchillos que vio en la boca de Dios y el ángel que hería con azote y con espada [497] y con cuchillo. En el mismo estado nos vemos ahora, en este año de 1599, poco más de cien años después de la muerte desta santa, pues casi no hay pueblo en Castilla que no esté herido de peste, y el hambre alcanza ya a todos, y no nos despiertan de nuestras culpas los continuos azotes del Señor, señal que ha llegado nuestra dolencia a poco menos que insensibilidad y dureza, plegue a Él que no sea señal de reprobación.

[1] En el texto original figura como “ansillos”, lo corrijo como errata probable.

[2] Se repite el capítulo XLIV en el texto, por lo que todos los capítulos que editamos de la vida de esta santa, desde el presente, cuentan con un número más que en la edición de Sigüenza empleada, corrigiendo la errata.

[3] Figura en el texto original como “sentase”, corregimos la posible errata.

[4] El apellido del capellán o cura de la casa, Juan de Velma, varía a lo largo de la narración de la vida de María de Ajofrín, ya que este figura como Biezma en este mismo capítulo, página 475, y como Viedma, en el capítulo XLVII , página 485.

[5] El apellido de Diego de Villaminaya es modificado en la narración de la vida de esta santa más adelante, pues aparece como Diego de Villamiñaya en el capítulo XLVII, página 485.

[6] En la edición aparece como San Lorencio.

[7] Figura como la página 494.