Diferencia entre revisiones de «Teresa Mejía de la Cerda»

De Catálogo de Santas Vivas
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| Nombre || Teresa Mejía de la Cerda
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| Orden || [http://catalogodesantasvivas.visionarias.es/index.php/Categor%C3%ADa:Santas_Dominicas Dominicas]
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| Títulos ||Monja y priora del monasterio de Santa María de los Ángeles de Jaén
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| Fecha de nacimiento || Mediados del siglo XV - principios de siglo XVI, antes de 1508
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| Fecha de fallecimiento|| Hacía 1575
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| Lugar de nacimiento || [http://catalogodesantasvivas.visionarias.es/index.php/Categor%C3%ADa:Jaén ¿Jaén?]
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| Lugar de fallecimiento|| [http://catalogodesantasvivas.visionarias.es/index.php/Categor%C3%ADa:Jaén Jaén]
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= Vida impresa=
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Ed. de [http://visionarias.es/equipo/barbara-arango-serrano// Bárbara Arango Serrano] y [http://visionarias.es/equipo/borja-gama-de-cossio// Borja Gama de Cossío]; fecha de edición: octubre de 2023.
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== Fuente ==
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[[Archivo:Juan_López,_1613,_Tercera_parte_historia_general_santo_domingo.jpg|miniatura|250px|right| Juan López, 1613. ''Tercera parte de la historia general de Santo Domingo, y de su orden de predicadores''. Valladolid: Francisco Fernández de Córdoba. (Fuente: Imagen propiedad de la Universidad Complutense de Madrid. CC BY 4.0 [Digitalizado por Google])]]
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* [http://catalogodesantasvivas.visionarias.es/index.php/Categor%C3%ADa:Juan_López López, Juan], 1613. “Libro tercero de la tercera parte de la historia general de Santo Domingo”, ''Tercera parte de la historia general de Santo Domingo, y de su orden de predicadores''. Valladolid: Francisco Fernández de Córdoba, 228-231.
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[[Contexto material del impreso Tercera parte de la historia general de Santo Domingo, y de su orden de predicadores]]''.
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== Criterios de edición ==
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Esta crónica está escrita por Juan López, obispo en la ciudad italiana de Monopoli. En la tercera parte se incluye la vida de santos de la orden, se aborda la fundación de los diferentes conventos en los dos primeros siglos de los dominicos en Castilla y se añade la vida de destacadas religiosas, aunque se hace referencia también a las religiosas que viven en las fundaciones hasta la publicación de la crónica en los conventos fundados.
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Aquí nos encargamos de las religiosas que viven en los siglos XV-XVI cuyo foco de actuación es anterior a 1560 (aunque mueran después de esta fecha), es decir, antes del auge de Santa Teresa. Se adoptan los criterios de edición de vidas impresas estipulados en el Catálogo: se moderniza la ortografía (b/u/v, j/g, chr/cr, qu/cu, empleo de h, etc.) y se eliminan las consonantes geminadas. Además, se expanden las abreviaturas, aunque algunas como N. S. (Nuestro Señor) o N. P. S. (Nuestro Padre Santo) se respetan en el texto. El uso de mayúsculas y minúsculas se moderniza y se adaptan las normas acentuales a sus usos actuales. Finalmente, se moderniza también la puntuación, la acentuación y el uso de aglomerados.
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==Vida de Teresa Mejía de la Cerda==
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'''Capítulo XVIII''' ''[1]''
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'''De la santa madre soror Teresa Mejía de la Cerda'''
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En la información que se hizo de soror Teresa Mejía de la Cerda se examinaron nueve monjas, las cuales todas vieron, trataron y conocieron a la dicha madre, la cual hizo profesión en este convento siendo priora la madre Isabel de la Cerda, año de mil y quinientos y ocho, y siendo general de la orden el ilustrísimo cardenal Cayetano. De esta madre deponen de su rara obediencia que jamás suplicó ni replicó de cosa que la mandasen, que no es pequeño argumento de santidad tan entera renunciación de la propia voluntad, al cumplimiento de la cual tan arro- [229] jadamente caminan muchos. Vestía siempre lana, traía un cilicio muy áspero a las carnes, acompañaba la obediencia con suma pobreza: nunca jamás, en sesenta y ocho años que vivió en este convento, vistió ropa nueva, sino la que las demás religiosas desechaban. Y si tenía algún hábito nuevo con licencia de sus perlados, le trocaba por otro viejo. Era humildísima y, en el coro y en el refitorio y en los lugares de comunidad, siempre se ponía en el ínfimo. Eran muy ordinarias sus disciplinas, en las cuales muy ordinario derrama mucha sangre. Tenía casi continua oración. Era tan singular su caridad que dormía con una religiosa hética confirmada, solo porque la dicha enferma tenía de noche miedo. Y, en cierta ocasión en que la orden había de hacer un castigo ejemplar en una religiosa de esta casa, al tiempo que traían a la delincuente de la cárcel a recibir la disciplina común se desmayó. Y la dicha madre soror Teresa Mejía de la Cerda (y) ''[1]'' se desnudó y echó una soga a la garganta y, cubierto el rostro con el velo, entró en el coro del dicho convento, cruzados los brazos con dos disciplinas en las manos (estilo de la orden en semejantes ocasiones) y recibió la disciplina que llaman circular puesta de rodillas a los pies de todas las monjas del convento sin ser de ellas conocida por las muchas lágrimas y dolor que causó tan lamentable representación.
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Era devotísima del Nacimiento del Señor, y vivía con grandísimas ansias y deseos de saber la hora en que había nacido. Y viniendo una noche de la vigilia del dicho día una religiosa enferma a maitines, porque en este convento se ha acostumbrado siempre que nadie falte de maitines en noche semejante, sino es estando enferma, recibió el santo viático. A esta sazón vio la dicha madre soror Teresa Mejía, clara y distintamente, tres veces una luz tan grande como una rueda de barbero, y que en medio de ella estaba un niño de singular hermosura. Y, a este tiempo, el reloj dio las doce. Reveló esto a la madre soror Luisa Cuello, gran religiosa y gran su amiga, pidiéndole encarecidamente el secreto, y la madre soror Luisa de Narváez afirma que la dicha noche tenía la madre Teresa de la Cerda una rama de romero en las manos y, estando junto a ella, vio muy clara y distintamente que el romero que tenía en las manos hacía cierto ruido y, mirando, vio que se iban abriendo las flores y floreció, lo cual fue público y notorio en el coro de este convento aquella noche. Todas las religiosas alabaron a Dios Nuestro Señor, que tal regalo y favor había hecho a esta su sierva. Entre otras grandes devociones en que se señalaba, era devotísima del Niño Jesús y así pedía a los perlados mandasen que la diesen la ración del convento en dinero para hacer con él vestidos al Niño, que la imagen del coro tiene en sus brazos, con que hizo doce vestidos diferentes al benditísimo Niño, los cuales, hasta hoy, duran en la sacristía. Y la dicha madre se sustentaba con solo lo que las religiosas la daban por amor de Dios. Queriendo vestir un día para cierta fiesta al Niño Jesús, con palabras muy tiernas, comenzó a decir: “Niño de las niñas de mis ojos, regalo de mi alma, única esperanza mía, bajad acá que os traigo ropa limpia. Venid, venid, presto”. Y, diciendo esto, vio que el Niño se descolgaba de los brazos de la imagen de la Virgen y, espantada con temor grande y devoción, derramando muchas lágrimas, subió por las gradas del altar a recibirle. Y, cuando le vestía y desnudaba, se regalaba con él y le decía ra- [230] zones tan amorosas y tan de madre como si fuera hijo que hubiera nacido de sus entrañas. Reveló este extraordinario favor a la madre soror Luisa ''[2]'' Coello, con el secreto que otras veces la hablaba cosas de esta calidad. Queriendo hacer otra ropa al Niño, oyó una voz que la dijo: “Mucho cuidas de lo pintado y estás olvidada de lo vivo”, de las cuales palabras entendió que, aunque el Señor se agradaba, y mucho, del servicio que la sierva de Dios hacía a su santa imagen, pero que era la voluntad de Dios y cosa a Su Majestad más grata que dende en adelante sus raciones y trabajos los gastase en componer el Santísimo Sacramento del altar. Con esta revelación puso tan gran cuidado que enriqueció el sagrario de este convento de manera que personas muy discretas y de muy buen parecer que le han visto dicen que hay muy pocos en España que puedan competir con él. Engrandecida con tantos favores soror Teresa, nacieron en su pecho unos afectuosísimos deseos parecidos a los que tenía el bienaventurado San Agustín, que quisiera haber vivido en tiempo y en lugar en que pudiera ver al Salvador del mundo conversar con los pecadores. Deseaba juntamente la bendita sierva de Dios saber el traje en que anduvo, la estatura que tenía y otras cosas que nacían de un pecho encendidísimo en amor divino. Y, estando un día oyendo misa en el coro de donde se ve la iglesia, vio, clara y distintamente, entrar por la puerta un hombre mozo que, a su parecer, tenía treinta o más años. Era de singular hermosura con un cabello largo que le cubría los hombros, traía una ropa morada y venía descalzo, y a esta sazón se volvió la dicha madre Teresa a las madres soror Ana de Berrio, a la madre soror Francisca de Moya y a la madre soror María Ilalto, que estaban junto a ella en el coro, y las dijo extrañando y maravillándose del traje del peregrino: “Mirad, mirad, ¿no veis aquel hombre?”. Pero las dichas madres, por mucho que miraron, no le vieron, porque era favor este que Dios hacía a la madre Teresa. Viendo salir de la iglesia aquel mancebo, fue corriendo al torno y mandó muy grandes albricias a los criados del dicho convento si en los hospitales, mesones, plazas, calles o casas de la ciudad hallasen al dicho peregrino. Y, hechas extraordinarias diligencias, no pareció hombre ni mujer que hubiese visto tal peregrino, con que se persuadió la dicha madre que Dios se había servido de cumplirla sus santos deseos, todo lo cual fue público y notorio en el dicho convento.
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Cierto día, llamando una religiosa del dicho convento a la madre Teresa para que comiese un bocado, respondió: “No puedo hacerlo porque es hoy día de comunión”. Y, por muchas razones que la religiosa la hizo, nunca la pudo reducir a que entendiese que no era día de comunión, siendo verdad lo que la persuadía. Pero sucedió después que, acabando el padre fray Juan de Berlanga de decir la misa mayor en este convento, al tiempo que cogía los corporales vio en ellos una forma y, hallándose afligido, preguntó si había en el convento alguna religiosa que tuviese devoción de comulgar. Llamaron a la dicha madre Teresa, en quien estos deseos estaban siempre ardentísimos y se reconcilió y comulgó. De suerte que se cumplió el pronóstico o, por decir mejor, profecía, que por la mañana había dicho que era día de comunión. Tenía cuidado de lavar los corporales del convento y, al tiempo que estaban tendidos para enjugarse, nunca la dicha madre se sentaba, atendiendo con gran diligencia que no se sentase alguna mosca, y, estando con este su cuidado ordinario, vio clara y distintamente un Niño Jesús que llegaba a los corporales que ella tenía tendidos y se envolvía en ellos. Pedía a Dios encarecidamente le diese licen- [231] [1] cia y traza como padecer martirio por su dulcísimo nombre y cumplió el Señor sus deseos, dándole dos años continuos de gravísima enfermedad, la cual llevó con singularísimo sufrimiento y todo este tiempo gastaba en rezar, en llorar su vida y en decir canciones e himnos al Santo Nacimiento del Señor y al Santísimo Sacramento.
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Estando cercana a la muerte, llegó a la dicha madre Teresa una religiosa de este convento, cuyo nombre a instancia suya calló el padre que hizo esta información, y la suplicó humildemente que luego que se viese con Dios en la otra vida, le pidiese y suplicase una cosa gravísima que al parecer de todo este convento era casi imposible, y la dicha sierva de Dios le dio la palabra de hacerlo así, y apenas había expirado, cuando luego al punto se facilitó el negocio que le habían pedido y se hizo, de lo cual entendieron las dichas madres que la difunta había partido de la Tierra al Cielo. Murió día de San Pedro Apóstol a la hora de prima y tres horas antes llamó a las madres del convento diciendo: “Tenía un recado de parte de Dios que darles”. Y, estando juntas, redujo a la memoria los votos que tenían hechos y la obligación que les corría de ser santísimas y perfectísimas, siendo esposas de Jesucristo. Y, con grandes lágrimas y extraordinarios encarecimientos (envistiéndose en su alma el espíritu que Dios comunicó a Santo Domingo poco antes de su fallecimiento), las persuadió no pusiesen su amor en las cosas de la Tierra, sino solo en su esposo, amenazándolas de parte de Dios con el castigo que estaba esperando a las que no guardan la fe que a tal esposo se debe. Después de lo susodicho, media hora antes que muriese, vio muchedumbre de damas vestidas de varios colores, rodeadas de muy grande resplandor y pedían a las madres les diesen asientos diciendo: “¿No ven esas señoras que ahí están?”. Y luego pidió el crucifijo de la enfermería y comenzó a hablar con él, derramando muchas lágrimas sin que nadie entendiese las razones. A esa sazón llegaron unas madres y la rogaron las dijese alguna cosa de edificación, la cual respondió: “No ha lugar, porque estoy satisfaciendo a mi Señor”, y poniendo su boca en la llaga del costado del crucifijo, inclinó la cabeza y expiró. Por muchos días, salió de su sepultura un suavísimo olor, que parecía más del Cielo que de la Tierra. Rogando un día a la dicha madre Teresa suplicase a Dios se sirviese de prorrogar el plazo de los días del padre maestro fray Gabriel de Santoyo, respondió a la madre soror Luisa de Narváez, que era la que se lo pedía: “No me mande que pida a Dios eso, porque el padre maestro ha de morir de esta enfermedad”. Y, concluyendo los testigos, afirman que son infinitas las cosas que pudieran decir, pero que los largos años que ha que falleció la sierva de Dios las han sepultado en las tinieblas del olvido, y que lo que pueden decir es que muerte y vida fue toda un prodigio de santidad.
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===Notas===
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''[1]'' Entendemos este ''y'' como errata.
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''[2]'' Errata de ''Laysa'' por ''Luisa'', se corrige.
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''[3]'' Hay error en la paginación y el impreso indica 129.

Revisión actual del 16:16 22 mar 2024

Teresa Mejía de la Cerda
Nombre Teresa Mejía de la Cerda
Orden Dominicas
Títulos Monja y priora del monasterio de Santa María de los Ángeles de Jaén
Fecha de nacimiento Mediados del siglo XV - principios de siglo XVI, antes de 1508
Fecha de fallecimiento Hacía 1575
Lugar de nacimiento ¿Jaén?
Lugar de fallecimiento Jaén

Vida impresa

Ed. de Bárbara Arango Serrano y Borja Gama de Cossío; fecha de edición: octubre de 2023.

Fuente

Juan López, 1613. Tercera parte de la historia general de Santo Domingo, y de su orden de predicadores. Valladolid: Francisco Fernández de Córdoba. (Fuente: Imagen propiedad de la Universidad Complutense de Madrid. CC BY 4.0 [Digitalizado por Google])
  • López, Juan, 1613. “Libro tercero de la tercera parte de la historia general de Santo Domingo”, Tercera parte de la historia general de Santo Domingo, y de su orden de predicadores. Valladolid: Francisco Fernández de Córdoba, 228-231.

Contexto material del impreso Tercera parte de la historia general de Santo Domingo, y de su orden de predicadores.

Criterios de edición

Esta crónica está escrita por Juan López, obispo en la ciudad italiana de Monopoli. En la tercera parte se incluye la vida de santos de la orden, se aborda la fundación de los diferentes conventos en los dos primeros siglos de los dominicos en Castilla y se añade la vida de destacadas religiosas, aunque se hace referencia también a las religiosas que viven en las fundaciones hasta la publicación de la crónica en los conventos fundados.

Aquí nos encargamos de las religiosas que viven en los siglos XV-XVI cuyo foco de actuación es anterior a 1560 (aunque mueran después de esta fecha), es decir, antes del auge de Santa Teresa. Se adoptan los criterios de edición de vidas impresas estipulados en el Catálogo: se moderniza la ortografía (b/u/v, j/g, chr/cr, qu/cu, empleo de h, etc.) y se eliminan las consonantes geminadas. Además, se expanden las abreviaturas, aunque algunas como N. S. (Nuestro Señor) o N. P. S. (Nuestro Padre Santo) se respetan en el texto. El uso de mayúsculas y minúsculas se moderniza y se adaptan las normas acentuales a sus usos actuales. Finalmente, se moderniza también la puntuación, la acentuación y el uso de aglomerados.

Vida de Teresa Mejía de la Cerda

[228]

Capítulo XVIII [1]

De la santa madre soror Teresa Mejía de la Cerda

En la información que se hizo de soror Teresa Mejía de la Cerda se examinaron nueve monjas, las cuales todas vieron, trataron y conocieron a la dicha madre, la cual hizo profesión en este convento siendo priora la madre Isabel de la Cerda, año de mil y quinientos y ocho, y siendo general de la orden el ilustrísimo cardenal Cayetano. De esta madre deponen de su rara obediencia que jamás suplicó ni replicó de cosa que la mandasen, que no es pequeño argumento de santidad tan entera renunciación de la propia voluntad, al cumplimiento de la cual tan arro- [229] jadamente caminan muchos. Vestía siempre lana, traía un cilicio muy áspero a las carnes, acompañaba la obediencia con suma pobreza: nunca jamás, en sesenta y ocho años que vivió en este convento, vistió ropa nueva, sino la que las demás religiosas desechaban. Y si tenía algún hábito nuevo con licencia de sus perlados, le trocaba por otro viejo. Era humildísima y, en el coro y en el refitorio y en los lugares de comunidad, siempre se ponía en el ínfimo. Eran muy ordinarias sus disciplinas, en las cuales muy ordinario derrama mucha sangre. Tenía casi continua oración. Era tan singular su caridad que dormía con una religiosa hética confirmada, solo porque la dicha enferma tenía de noche miedo. Y, en cierta ocasión en que la orden había de hacer un castigo ejemplar en una religiosa de esta casa, al tiempo que traían a la delincuente de la cárcel a recibir la disciplina común se desmayó. Y la dicha madre soror Teresa Mejía de la Cerda (y) [1] se desnudó y echó una soga a la garganta y, cubierto el rostro con el velo, entró en el coro del dicho convento, cruzados los brazos con dos disciplinas en las manos (estilo de la orden en semejantes ocasiones) y recibió la disciplina que llaman circular puesta de rodillas a los pies de todas las monjas del convento sin ser de ellas conocida por las muchas lágrimas y dolor que causó tan lamentable representación.

Era devotísima del Nacimiento del Señor, y vivía con grandísimas ansias y deseos de saber la hora en que había nacido. Y viniendo una noche de la vigilia del dicho día una religiosa enferma a maitines, porque en este convento se ha acostumbrado siempre que nadie falte de maitines en noche semejante, sino es estando enferma, recibió el santo viático. A esta sazón vio la dicha madre soror Teresa Mejía, clara y distintamente, tres veces una luz tan grande como una rueda de barbero, y que en medio de ella estaba un niño de singular hermosura. Y, a este tiempo, el reloj dio las doce. Reveló esto a la madre soror Luisa Cuello, gran religiosa y gran su amiga, pidiéndole encarecidamente el secreto, y la madre soror Luisa de Narváez afirma que la dicha noche tenía la madre Teresa de la Cerda una rama de romero en las manos y, estando junto a ella, vio muy clara y distintamente que el romero que tenía en las manos hacía cierto ruido y, mirando, vio que se iban abriendo las flores y floreció, lo cual fue público y notorio en el coro de este convento aquella noche. Todas las religiosas alabaron a Dios Nuestro Señor, que tal regalo y favor había hecho a esta su sierva. Entre otras grandes devociones en que se señalaba, era devotísima del Niño Jesús y así pedía a los perlados mandasen que la diesen la ración del convento en dinero para hacer con él vestidos al Niño, que la imagen del coro tiene en sus brazos, con que hizo doce vestidos diferentes al benditísimo Niño, los cuales, hasta hoy, duran en la sacristía. Y la dicha madre se sustentaba con solo lo que las religiosas la daban por amor de Dios. Queriendo vestir un día para cierta fiesta al Niño Jesús, con palabras muy tiernas, comenzó a decir: “Niño de las niñas de mis ojos, regalo de mi alma, única esperanza mía, bajad acá que os traigo ropa limpia. Venid, venid, presto”. Y, diciendo esto, vio que el Niño se descolgaba de los brazos de la imagen de la Virgen y, espantada con temor grande y devoción, derramando muchas lágrimas, subió por las gradas del altar a recibirle. Y, cuando le vestía y desnudaba, se regalaba con él y le decía ra- [230] zones tan amorosas y tan de madre como si fuera hijo que hubiera nacido de sus entrañas. Reveló este extraordinario favor a la madre soror Luisa [2] Coello, con el secreto que otras veces la hablaba cosas de esta calidad. Queriendo hacer otra ropa al Niño, oyó una voz que la dijo: “Mucho cuidas de lo pintado y estás olvidada de lo vivo”, de las cuales palabras entendió que, aunque el Señor se agradaba, y mucho, del servicio que la sierva de Dios hacía a su santa imagen, pero que era la voluntad de Dios y cosa a Su Majestad más grata que dende en adelante sus raciones y trabajos los gastase en componer el Santísimo Sacramento del altar. Con esta revelación puso tan gran cuidado que enriqueció el sagrario de este convento de manera que personas muy discretas y de muy buen parecer que le han visto dicen que hay muy pocos en España que puedan competir con él. Engrandecida con tantos favores soror Teresa, nacieron en su pecho unos afectuosísimos deseos parecidos a los que tenía el bienaventurado San Agustín, que quisiera haber vivido en tiempo y en lugar en que pudiera ver al Salvador del mundo conversar con los pecadores. Deseaba juntamente la bendita sierva de Dios saber el traje en que anduvo, la estatura que tenía y otras cosas que nacían de un pecho encendidísimo en amor divino. Y, estando un día oyendo misa en el coro de donde se ve la iglesia, vio, clara y distintamente, entrar por la puerta un hombre mozo que, a su parecer, tenía treinta o más años. Era de singular hermosura con un cabello largo que le cubría los hombros, traía una ropa morada y venía descalzo, y a esta sazón se volvió la dicha madre Teresa a las madres soror Ana de Berrio, a la madre soror Francisca de Moya y a la madre soror María Ilalto, que estaban junto a ella en el coro, y las dijo extrañando y maravillándose del traje del peregrino: “Mirad, mirad, ¿no veis aquel hombre?”. Pero las dichas madres, por mucho que miraron, no le vieron, porque era favor este que Dios hacía a la madre Teresa. Viendo salir de la iglesia aquel mancebo, fue corriendo al torno y mandó muy grandes albricias a los criados del dicho convento si en los hospitales, mesones, plazas, calles o casas de la ciudad hallasen al dicho peregrino. Y, hechas extraordinarias diligencias, no pareció hombre ni mujer que hubiese visto tal peregrino, con que se persuadió la dicha madre que Dios se había servido de cumplirla sus santos deseos, todo lo cual fue público y notorio en el dicho convento.

Cierto día, llamando una religiosa del dicho convento a la madre Teresa para que comiese un bocado, respondió: “No puedo hacerlo porque es hoy día de comunión”. Y, por muchas razones que la religiosa la hizo, nunca la pudo reducir a que entendiese que no era día de comunión, siendo verdad lo que la persuadía. Pero sucedió después que, acabando el padre fray Juan de Berlanga de decir la misa mayor en este convento, al tiempo que cogía los corporales vio en ellos una forma y, hallándose afligido, preguntó si había en el convento alguna religiosa que tuviese devoción de comulgar. Llamaron a la dicha madre Teresa, en quien estos deseos estaban siempre ardentísimos y se reconcilió y comulgó. De suerte que se cumplió el pronóstico o, por decir mejor, profecía, que por la mañana había dicho que era día de comunión. Tenía cuidado de lavar los corporales del convento y, al tiempo que estaban tendidos para enjugarse, nunca la dicha madre se sentaba, atendiendo con gran diligencia que no se sentase alguna mosca, y, estando con este su cuidado ordinario, vio clara y distintamente un Niño Jesús que llegaba a los corporales que ella tenía tendidos y se envolvía en ellos. Pedía a Dios encarecidamente le diese licen- [231] [1] cia y traza como padecer martirio por su dulcísimo nombre y cumplió el Señor sus deseos, dándole dos años continuos de gravísima enfermedad, la cual llevó con singularísimo sufrimiento y todo este tiempo gastaba en rezar, en llorar su vida y en decir canciones e himnos al Santo Nacimiento del Señor y al Santísimo Sacramento.

Estando cercana a la muerte, llegó a la dicha madre Teresa una religiosa de este convento, cuyo nombre a instancia suya calló el padre que hizo esta información, y la suplicó humildemente que luego que se viese con Dios en la otra vida, le pidiese y suplicase una cosa gravísima que al parecer de todo este convento era casi imposible, y la dicha sierva de Dios le dio la palabra de hacerlo así, y apenas había expirado, cuando luego al punto se facilitó el negocio que le habían pedido y se hizo, de lo cual entendieron las dichas madres que la difunta había partido de la Tierra al Cielo. Murió día de San Pedro Apóstol a la hora de prima y tres horas antes llamó a las madres del convento diciendo: “Tenía un recado de parte de Dios que darles”. Y, estando juntas, redujo a la memoria los votos que tenían hechos y la obligación que les corría de ser santísimas y perfectísimas, siendo esposas de Jesucristo. Y, con grandes lágrimas y extraordinarios encarecimientos (envistiéndose en su alma el espíritu que Dios comunicó a Santo Domingo poco antes de su fallecimiento), las persuadió no pusiesen su amor en las cosas de la Tierra, sino solo en su esposo, amenazándolas de parte de Dios con el castigo que estaba esperando a las que no guardan la fe que a tal esposo se debe. Después de lo susodicho, media hora antes que muriese, vio muchedumbre de damas vestidas de varios colores, rodeadas de muy grande resplandor y pedían a las madres les diesen asientos diciendo: “¿No ven esas señoras que ahí están?”. Y luego pidió el crucifijo de la enfermería y comenzó a hablar con él, derramando muchas lágrimas sin que nadie entendiese las razones. A esa sazón llegaron unas madres y la rogaron las dijese alguna cosa de edificación, la cual respondió: “No ha lugar, porque estoy satisfaciendo a mi Señor”, y poniendo su boca en la llaga del costado del crucifijo, inclinó la cabeza y expiró. Por muchos días, salió de su sepultura un suavísimo olor, que parecía más del Cielo que de la Tierra. Rogando un día a la dicha madre Teresa suplicase a Dios se sirviese de prorrogar el plazo de los días del padre maestro fray Gabriel de Santoyo, respondió a la madre soror Luisa de Narváez, que era la que se lo pedía: “No me mande que pida a Dios eso, porque el padre maestro ha de morir de esta enfermedad”. Y, concluyendo los testigos, afirman que son infinitas las cosas que pudieran decir, pero que los largos años que ha que falleció la sierva de Dios las han sepultado en las tinieblas del olvido, y que lo que pueden decir es que muerte y vida fue toda un prodigio de santidad.

Notas

[1] Entendemos este y como errata.

[2] Errata de Laysa por Luisa, se corrige.

[3] Hay error en la paginación y el impreso indica 129.