María de Toledo

De Catálogo de Santas Vivas
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María de Toledo
Nombre María de Toledo
Orden Franciscanas
Títulos Beata, monja, prelada, abadesa y fundadora del monasterio Santa Isabel la Real de Toledo
Fecha de nacimiento 1437
Fecha de fallecimiento 1507
Lugar de nacimiento Toledo, España
Lugar de fallecimiento Toledo, España

Vida impresa (1)

Vida impresa (2)

Ed. de Pedro García Suárez; fecha de edición: diciembre de 2016.

Fuente

  • Salazar, Pedro de. 1612. Crónica y historia de la fundación y progreso de la provincia de Castilla de la Orden del bienaventurado Padre San Francisco. Madrid: Imprenta Real, 359-367.

Vida de María de Toledo

Capítulo XXIIII

[359] Del nacimiento y crianza de doña María de Toledo, fundadora del Monasterio de S. Isabel la Real de Toledo

Fue doña María de Toledo, natural de la ciudad de Toledo, hija de Pedro Suárez de Toledo y de su mujer doña Juana de Guzmán, Señores de Pinto. Era Pedro Suárez de los señores de Alva y de Valdecorneja, y de los señores de Oropesa, linaje antiquísimo en España y de gran nobleza. Eran estos señores Pedro Suárez y su mujer muy cristianos y devotos. Y ansí parece que, premiando Dios sus buenas obras y virtudes, les dio a doña María de Toledo por hija. La cual desde muy tierna edad dio muestras de la gran perfección que había de tener en el discurso de su vida. Lo primero que podemos decir de su niñez es que desde muy pequeña fue aficionada a los pobres, y usó con ellos de mucha caridad. Fue desde que tuvo uso de razón muy inclinada a guardar limpieza y pureza virginal. Y ansí había propuesto firmemente de guardarla toda su vida. Ejercitose en esta tierna edad en hacer todas las limosnas que podía a los pobres, y todo lo que le daban para almorzar [360] y merendar, lo daba por amor de Dios. Las vanidades y niñerías de aquella edad siempre las aborreció, y como si fuera una mujer anciana y muy prudente, se ocupaba en obras santas. Cuando se podía esconder de su madre, íbase a un oratorio donde sus padres oían misa, y allí se estaba rezando y encomendándose a Dios muy de veras, y ansí alcanzaba de su divina Majestad, grande aumento de virtud y devoción. Llegada a edad de poderse casar, fue tanta la importunidad y instancia que sus padres en esto le hicieron que hubo de consentir en lo que le pedían, y mudar el propósito de la virginidad en santo y honesto matrimonio. Casáronla sus padres con García Méndez de Sotomayor y de Haro, Señor del Carpio. Estuvo con su marido siete años, y nunca parió, y después alcanzó licencia de su marido y vínose a Toledo a ver a sus padres; y pocos días después tuvo nueva cómo su marido había muerto: y en sabiéndolo hincose de rodillas, y dio gracias al Señor por verse libre para poder muy de veras ocuparse en su servicio. Y luego dejadas las vestiduras preciosas, se vistió de una túnica de paño, y de un hábito a manera de religiosa de San Francisco; el cual vestido era muy áspero y vil; y persuadió luego a todas las mujeres que estaban en su compañía a que hiciesen lo mismo. Desde entonces comenzó determinadamente a darse y ejercitarse en obras de misericordia. Visitaba todos los hospitales y hallábase en todos los enterramientos de personas pobres: acudía muy de ordinario a las cárceles y buscaba pobres vergonzantes y huérfanos, a todos los cuales servía y daba lo necesario, como verdadera madre de todos. También redemía cautivos, y los muchachos echados a las puertas de las Iglesias hacíalos criar a su costa, y después los ponía a oficios con que todos se remediasen. Pero entre todos estos santos ejercicios, en el que más de veras se empleaba era en curar enfermos pobres, a quien trataba con verdadera caridad y piadosas entrañas: a los cuales muchas veces les curaba las llagas, y lavaba los pies y se los besaba, y con muy suaves palabras los consolaba; y en otra cualquier cosa que veía tenían necesidad, y ella podía remediarla, lo hacía con muy gran diligencia y solícito cuidado. Anduvo siempre descalza después de la muerte de su marido, y aunque hiciese muy recios fríos, y los inviernos rigurosos y ásperos, jamás se calzó. Iba a Maitines cada noche a la Iglesia Mayor de Toledo, acompañada de una mujer amiga suya, que se llamaba Juana Rodríguez; la cual [361] halló muy pronta y aparejada para cualquier ejercicio de virtud y penitencia. Estuvo dentro en la Iglesia Mayor de Toledo un año, sin salir della ni comunicar con persona ninguna, salvo con su familiar amiga Juana Rodríguez y con su confesor, que era un fraile de san Francisco, llamado fray Pedro Pérez. Hizo esto para poderse dar con más devoción y espíritu a la contemplación y meditación. Había esta señora escogido al dicho fray Pedro Pérez para su confesor, por ser gran religioso y muy docto, con cuya doctrina y ejemplo hizo grande aprovechamiento en el camino de la perfección, al cual había dado la obediencia y la guardaba muy de veras. Andaba en este tiempo vestida de un muy áspero silicio, y con crueles disciplinas afligía su cuerpo delicado, para hacerle sujeto al espíritu. Comulgaba al tercer día, y lo más largo de ocho a ocho días, y esto era con tanta preparación y reverencia cuanta le era posible. El día que comulgaba ninguna otra cosa comía más de pan y agua. Sentía en los tales días muchos regalos de la divina clemencia en tanta abundancia que su espíritu era lleno de divinas consolaciones y alumbrado con celestiales revelaciones. Revelole nuestro Señor muchas cosas, las cuales por mandado de su confesor dejó escritas, y entre ellas era una, que el Reino de Granada vendría a poder de cristianos. También que los conventos de frailes menores claustrales y de las monjas habían de ser reformados. Revelole también nuestro Señor las grandes maldades y abominables herejías que los cristianos destos reinos cometían por la comunicación y trato que tenían con los moros y judíos que en ellos vivían. Pues manifestando esta santa mujer estas cosas a los Reyes Católicos don Fernando y doña Isabel (con quien tenía mucha autoridad y crédito), llamáronla a Segovia, adonde entonces ellos estaban. Y tratando con ella estos negocios y pidiéndole su parecer, determinaron se pusiese en España el Santo Oficio de la Inquisición. Y ansimismo ordenaron otras muchas cosas tocantes al servicio de nuestro Señor.

Capítulo XXV

De cómo doña María de Toledo, después que volvió de Segovia, no quiso tornar a casa de su padre, y se fue al Hospital de la Misericordia

Alcanzada licencia de los Reyes Católicos en Segovia, vínose a Toledo; no quiso tornar [362] en casa de su padre. Y después de haber puesto en estado las mujeres y criadas que tenía, ofreciose toda al servicio de Nuestro Señor, y fuese al Hospital de la Misericordia para emplearse de día y de noche en servicio de los enfermos. Y era cosa de admiración el cuidado y solicitud que en ello ponía, acudiendo a todas las necesidades dellos, a los cuales trataba con mucha benignidad y regalo; solo era para sí misma muy áspera, siendo para todos misericordiosa. La camisa que traía era un saco de sayal o xerga muy áspero. La cama era unas pajas, y la manta con que se cubría era pelos de cabra, y de lo mismo era el almohada. Tenía una celda muy pequeña, donde, después de haber acabado de curar y visitar los enfermos, estaba toda la noche hasta Maitines en oración. Y después de haber dormido un poco levantábase muy de mañana y limpiaba los servicios de los enfermos; y en cuanto podía regalaba y consolaba los enfermos. De donde manó que los Caballeros de Toledo hiciesen una Cofradía en la cual cada uno sirviese una semana en el Hospital de la Misericordia, lo cual ha permanecido hasta el día de hoy. Pasó muy adelante la cristiandad desta mujer, acompañada de muy grande humildad, porque queriendo con más abundancia regalar y servir a los enfermos, después que había dado al hospital y a la capilla d’él todo cuanto tenía, comenzó a pedir por amor de Dios (con su compañera Juana Rodríguez) de puerta en puerta, y llevaba con mucha alegría (sobre sus hombros) lo que le daban. Levantose por esta causa una grandísima persecución de sus más propincuos parientes, porque se afrentaban de verla andar de aquella manera y huían della por no encontrarla por las calles; y muchas veces le reprendieron y deshonraron: unos la llamaban loca, otros, desperdiciadora y gastadora, otros le decían que afrentaba a todo su linaje. De suerte que todos sus deudos la vinieron a aborrecer; y fue tanto esto que aun su madre (con ser muy cristiana y bendita mujer) no la podía ver. Mas la bienaventurada, deseando conformarse con Jesucristo Nuestro Señor, no solo llevaba esto con mucha alegría, más aun las bofetadas que su compañera le daba, por mandado de su confesor (para ejercitarla en paciencia y humildad), recebía como tesoro divino y precioso. Pasados desta manera tres años, cayó en una gravísima enfermedad; y llegada a lo último de su vida, y recibidos los sacramentos, vino a verla su madre, la cual no le pudo negar el amor y entrañas maternales; [363] y estando allí con ella y puesta de rodillas delante de una imagen de Nuestra Señora que allí estaba, le pedía (con lágrimas y suspiros e instancia de oración) salud para su hija, y muy en breve, como si hubiera resucitado, la vio sana y libre de su enfermedad. Llevola a su casa para que acabase de curar y regalarla en su convalecencia, y dentro de pocos días estuvo de todo punto buena.

Capítulo XXVI

Cómo doña María de Toledo después desta enfermedad tomó el hábito de monja de Santa Clara en el Monasterio de Santa Isabel la Real de Toledo

Después que la santa mujer cobró entera salud comenzó a tratar consigo misma, cómo dispondría de sí de manera que más sirviese a Nuestro Señor: unas veces pensaba ir en romería a Jerusalén, otras buscar otra vida más estrecha, y otras cosas semejantes. Y andando ella y su fiel compañera revolviendo estos santos y divinos pensamientos, pusiéronse en ferventísima oración, suplicando muy de veras a Nuestro Señor les revelase su divina voluntad. Tuvo sobre esto revelación divina, por lo cual entendió que la voluntad del alto Señor era que fundase un monasterio de monjas adonde ella y otras muchas le sirviesen. En este tiempo (por ordenación divina) acaeció que vinieron los Reyes Católicos a Toledo, y la dicha doña María de Toledo comunicó con la reina doña Isabel su determinación y santo propósito; y los Reyes holgaron mucho dello, los cuales le dieron una buena casa que ellos tenían en Toledo, que era el sitio donde ahora está fundada Santa Isabel, que es la Orden de santa Clara, al cual le pusieron este nombre por causa de la reina. Tomó allí el hábito, y con ella algunas criadas suyas, y otras devotas mujeres. Hicieron luego abadesa a la dicha doña María de Toledo, fundadora del dicho convento. El orden de su vida, después de ser monja y prelada, es este: traía de ordinario un áspero cilicio, desde el cuello hasta los pies. La túnica, hábito, y manto, todo era muy vil, roto, y muy viejo. Su cama eran unos sarmientos mal compuestos, o una tabla, y el almohada era una piedra o un madero. Después de Maitines no tornaba a la cama, por quedarse en el coro en oración hasta Prima. Y, del gran consuelo que de la oración sacaba, traía siempre la cara llena de alegría y [364] contento. No comía carne, ni bebía vino, y todo el año ayunaba con mucha abstinencia, y los tres días de la semana ayunaba a pan y agua, y en los otros tomaba algún refrigerio de vianda. La Cuaresma que llaman de los Ángeles solía ayunar a pan y agua. Cada día buscaba las cestillas en que se cogían los pedazos de pan que sobraba a las monjas, y lo que ellas dejaban, buscaba y recogía para su comer. Y cuando no los hallaba, rogaba a la resitolera le diese los mendrugos de pan que habían las monjas dejado. Comulgaba muy a menudo, y el día que recebía al Señor no comía más de unas almendras o pasas después de Vísperas. Los manjares que le daban en la mesa para comer, enviaba a los pobres. Todo cuanto fue en sí remedió las necesidades del prójimo; y ansí a los que llegaban a pedir al monasterio por amor de Dios, o los que en otras partes padecían alguna necesidad, procuraba remediar y consolar. Era humanísima con las monjas; y si alguna vez reprendía a alguna dellas, antes que se recogiese en la noche la hablaba, y dejaba muy consolada y alegre. Era siempre primera en los trabajos y oficios del monasterio, los cuales hacía con mucha diligencia y cuidado. Visitaba y servía a las enfermas con tanto amor y caridad que muchas veces su sola presencia les daba salud. Ansí como iba creciendo en edad crecía en el rigor y aspereza de su cuerpo, añadió al silicio una túnica tejida de cerdas y pelos de cabra para con eso poder ofrecer a Dios su cuerpo más mortificado. Como esta santa mujer era ejercitada muy de ordinario en altas meditaciones, aconteció que un viernes de Cuaresma, juntándose a la disciplina, como acostumbran, la vio otra monja que tenía la cara muy resplandeciente y con gran claridad, de donde salía un rayo de luz muy claro y grande, que la luz se extendía tanto que llegaba hasta la monja que esto vio. Y como le preguntase y rogase, con mucha importunidad, le dijese qué había visto o sentido en aquella hora (porque ella nada decía, sino siendo a ello muy forzada), dijo que había Nuestro Señor permitido que ella gustase en aquel tiempo aquella caridad incomprensible, con la cual quiso padecer tan crueles azotes y inmensos dolores. Otras muchas cosas le acaecieron y muy dignas de memoria, que Nuestro Señor hizo por su sierva, que por abreviar no se relatan aquí, solo diremos lo que en el fin de sus días hizo.

Capítulo XXVII

[365] Del fin de doña María de Toledo, y de los milagros que hizo

Acercándose el fin de la dicha doña María de Toledo, padecía muy grandes enfermedades. Y como el tiempo pasado de su vida no había tenido gloria en otra cosa sino en la cruz de Cristo y en su Pasión, suplicábale que los dolores y tormentos que su divina Majestad había padecido en la cruz permitiese que ella, en cuanto le fuese posible, los experimentase. Oyola el divino Señor, porque desde allí adelante le acometieron tan vehementes dolores que todos los huesos parecía se le quebraban en el cuerpo, y que cada momento la partían por sus coyunturas. Y aunque estuvo un año entero padeciendo estos dolores, nunca de su boca se oyó palabra que fuese impaciente, ni aun dio señal de tenerla: antes muy alegre y regocijada alababa a Dios sin jamás cesar. Y como olvidada de sí, hizo hacer una silla en la cual iba a visitar a las otras enfermas y las consolaba, y holgaba tanto de sus dolores y trabajos de sí misma que más le parecía estar en paraíso y gloria que padeciendo tormentos y dolores. Si alguna vez estando enferma le daban las que servían alguna cosa, y se tardaba algún tanto en tomarla, luego a la hora les pedía perdón con muy grande humildad. Finalmente, al cabo de un año que estaba enferma, le dio una landre y una calentura muy aguda, de que moría mucha gente; y tan grave fue lo uno y lo otro que la sacaron de juicio, pero con todo eso nunca dejó de decir palabras muy benditas y santas, unas veces decía: “In pace in idipsum dormiam et requiescam”, otras: “In manos tuas Domine commendo spiritum meum, vias tuas Domine demonstra mihi. Haec est requies mea in saeculum saeculi”. Después que volvió en su entero juicio pidió los sacramentos, y después de haberlos recebido devotísimamente, vivió dos días, en los cuales de ordinario consolaba y confortaba a sus monjas en servicio de Dios y trataba cosas espirituales y de grande edificación; y mientras duraron estos dos días se le mudaba el color del rostro muchas veces en diversos colores, en lo cual se vio manifiestamente que se le ofrecían graves y muy arduas cosas espirituales. Rogada, y importunada de algunas monjas les dijese lo que había visto, respondió: “Nuestro Señor Jesucristo y su bendita Madre han estado aquí conmigo”. Y importunada que dijese más, [366] dijo otra vez: “Vi al glorioso S. Juan Bautista, y a toda la Corte celestial”. Y al último día desta gravísima enfermedad en la noche, estando todas las monjas alrededor de la cama muy penadas y tristes por parecerles que les faltaba su buena madre, y las más dellas dormidas del mucho cansancio, oyose una voz desconocida que las despertó, y ellas se levantaron, y entendieron que se llegaba la hora. Hincáronse todas de rodillas bañadas en lágrimas y dando sollozos y suspiros, suplicándole les diese su bendición; y ella pidió a nuestro Señor les diese su bendición, y que las conservase en su amor y temor, oyó una voz del Esposo que la llamaba. Y repitiendo aquel verso, “In pace in idipsum dormiam et requiescam”, dio una gran voz, diciendo: “Quedaos con Dios hijas mías, quedaos en paz”, y luego como quien se queda dormida, dio su alma a Nuestro Señor. Fue su fallecimiento sábado, día octavo de los apóstoles S. Pedro y S. Pablo de 1507. Habiendo cumplido setenta años de edad, y treinta de religión, y de la fundación de su monasterio. Había en este tiempo treinta monjas en el convento, las cuales todas sintieron al tiempo que murió esta bendita señora grande fragancia y admirable olor que de su cuerpo salía, que muy cierto creyeron que estaban allí compañías de ángeles y coros celestiales que venían a acompañar a la bendita alma. Confirmó esto un canto celestial que luego sonó tan suave y dulce, con que quedaron todas las monjas muy consoladas. Oyose este canto tres veces. La primera en el aposento donde murió la santa. La segunda en la misa, y la tercera cuando la enterraban. A la hora que murió esta bienaventurada estaba en oración un religioso muy devoto, de la Orden de los Predicadores; el cual era confesor de las monjas del Convento de la Madre de Dios de Toledo, que se llamaba fray Jordán. El cual vio una procesión, y en el fin de la una parte iba santa Clara, y de la otra santa Isabel, y en medio llevaban a esta bendita mujer con grande resplandor, vestida de vestidos riquísimos de tela de oro; sembrados de perlas preciosísimas, con una corona de oro en la cabeza de mucho valor; y la cara llevaba resplandeciente como el sol. Y a todas estas santas conoció el dicho religioso y las miró con mucho contentamiento y regalo de espíritu, que parecía penetrar lo íntimo de los Cielos. Y muy lleno de admiración y gozo, fue al Monasterio de Santa Isabel, y contó por ciento esta visión a todas las monjas. El cuerpo desta bienaventurada se ve el día de hoy entero y tratable, [367] como si estuviese vivo, por cuyos merecimientos se han obrado por la divina clemencia muchos milagros, y sanado muchos enfermos de diversas enfermedades, de los cuales referiremos aquí algunos, para gloria de Dios, y de su sierva. Un clérigo cojo encomendose muy de veras con entero corazón a esta santa, y en un punto se halló sano y libre. Una mujer que estaba muy enferma, en tocándola con un pedazo de la túnica desta santa, luego sanó. Muchas mujeres que estando casadas muchos años y no se habían hecho preñadas, suplicando a esta santa les diese favor para tener hijos, fue Nuestro Señor servido de se los dar; y para esto se ceñían con una medida del largo desta santa mujer. Una señora muy noble tenía una hija que había perdido el juicio, y muy confiada en esta santa, envió a pedir al monasterio le diesen el velo de la cabeza de la santa y una medida de su cuerpo; y habiéndolo traído, el velo puso en la cabeza de su hija, y el cíngulo en el cuerpo, y luego cobró el juicio que tenía perdido, y dentro de pocos días se hizo preñada, que hasta entonces había estado con grande esterilidad. Otra mujer muy principal había cegado cincuenta días había de una grande enfermedad; la cual envió a rogar a las monjas del dicho monasterio que le hiciesen caridad de alguno de los paños que fueron de la bienaventurada santa; las monjas le enviaron un paño que había sido suyo, y la mujer enferma se lo puso sobre la cabeza, y luego cobró la vista de los ojos. Otras muchas personas han sido curadas y sanas de diversas enfermedades tocando al silicio o túnica de la bienaventurada santa. Todo esto ha sido para gloria de Nuestro Señor Jesucristo, que por los merecimientos de su sierva ha obrado tantas maravillas.